En un mundo urbano obsesionado por la realidad virtual, que no levanta la mirada de sus smartphones ni al cruzar la calle, el futuro de las bellas cúpulas de Buenos Aires que cubre sus cabezas depende en cambio de la habilidad material de unos artesanos que heredaron el oficio de pizarreros, traído al país hace un siglo por sus antepasados europeos.
Ahí donde la mayoría usa sus dedos para mover una pantalla en tierra, especialistas como Christian Dorfler, último de una familia de pizarreros alemanes que se inició en el oficio en 1700, las tienen para manipular raras herramientas y dejar pizarras negras, de cobre o de zinc, de iglesias y palacios centenarios tan elegantes como cuando se inauguraron.
Su familia tiene catalogadas 160 obras, entre las más emblemáticas la cúpula del Congreso, las de las estaciones de Retiro y Constitución, la del Palacio de Aguas Argentinas, la de la Catedral de San Isidro, la Basílica de Luján, la del Palacio de Correos y el CCK, ésta última la más significativa para la familia.
Es que fue allí donde, en 1921, el abuelo Rudolf, recién llegado a la Argentina, consiguió su primer trabajo como maestro pizarrero contratado por la subcontratista de la firma Geopé, que lo había encontrado en el libro de oficios del Hotel de los Inmigrantes.
Casi 90 años después, cuando en 2010 Christian trabajaba sobre la cúpula del CCK, se encontró con varias pizarras manuscritas y firmadas por su abuelo: «Cubierta de pizarra realizada desde enero hasta diciembre de 1922», se lee en aquella reliquia familiar.
«Entre el cielo y la tierra está el reino del pizarrero», escribió el novelista alemán Otto Ludwig en 1856 y allí eligió moverse la familia Dorfler hace más de 300 años en Alemania.
Doscientos años después de que el primer Dorfler empuñara el martillo –herramienta emblema del pizarrero- en la Argentina la prosperidad del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX pobló las calles de de bellos edificios con cúpulas, torres y mansardas.
Un preinventario del Ministerio de Cultura registra más de 600 obras en la Ciudad de Buenos Aires y la mayoría está en los barrios de San Nicolás y Balvanera, informaron a Télam Tendencias desde Patrimonio Histórico.
Muchas cúpulas, algunas míticas, se perdieron por los altos costos de reparación y falta de políticas de mantenimiento, pero Dorfler destaca que hace poco más de 10 años se siguió la línea de Europa y se tomó conciencia del valor del patrimonio arquitectónico y cultural.
«Las iglesias, antes con fondos propios, y organismos privados comenzaron la reparación de cúpulas. También hubo inversión estatal. Hay grandes licitaciones como Retiro, Constitución, a donde nos llaman para poner la frutilla del postre, digamos», le explica a Télam Tendencias.
El sacrificio y la dedicación que demandan el trabajo de pizarrero y el celo con el que éstos guardaban sus secretos contribuyó a que hoy haya muy pocos especialistas en el país, pese a que el propio Dorfler, arquitecto con un máster en patrimonio histórico, luchó contra el «ocultismo» que ejercían su padre y su abuelo ante los ajenos al clan familiar.
«Cuando un arquitecto subía a una cúpula mi viejo largaba el martillo y se ponía a hablar de otra cosa para que no lo vieran hacer el trabajo», revela. Amante de la docencia, el joven Christian -en cambio- disfruta contando secretos, técnicas y trucos de este arte.
«Mi viejo me pedía que no contara las cosas. Pero necesitamos transmitir lo que hacemos, que esto se aprenda, porque nos falta mano de obra capacitada. Todos nuestros encargados empezaron trabajando conmigo, de muy jóvenes», argumenta.
La restauración de una cúpula es al revés que la de una obra normal, ya que en las iglesias y en los grandes edificios públicos el interior es clave para su subsistencia. El cielo raso, con el correr de los años, se deteriora y lo primero es impedir el ingreso del agua.
«La restauración lleva más tiempo que hacer un techo nuevo porque tratamos de recuperar estructuras de distintos tipos de madera, de pino oregon, que si bien puede llevar 100 años ahí ya tenía 300 de antigüedad», explica.
Sobre ese esqueleto, las cubiertas que contribuyen en gran parte a su esplendor están hechas de pizarras -antiguamente traídas de Francia-, de pizarra con zinc, de pizarra con cobre o de zinc-cobre, un metal que con el tiempo se pone verde por la oxidación.
En la reparación del Congreso, entre las canaletas desoldadas y partes que ya no servían por falta de mantenimiento, el equipo del arquitecto Dorfler se encontró con decenas de balas de los bombardeos de 1955, pero también entre los la Basílica de Luján, en los que según la leyenda había un cura que practicaba puntería con las palomas.
La cúpula del Congreso llevó dos años y la del Palacio de Aguas Argentinas, tres, porque cualquier mansarda (ventana sobre el tejado que se usa para iluminar y ventilar fachadas y cúpulas), por más pequeña que sea, demanda como mínimo seis meses de trabajo.
Mientras camina por el taller y muestra cómo sus colaboradores cortan en no más de medio segundo pizarras de zinc, Dorfler explica que el alto costo de reparar una cúpula no sólo pasa por el trabajo artesanal, sino también por los materiales.
«Nada es nacional. La pizarra de laja, que antes se extraía de Francia, ahora viene de España; las de zinc deben tener una pureza del 99%, vienen de Alemania y sale 15 veces más que una chapa galvanizada local. Constitución demandó 30 mil piezas», detalla.
En total, su equipo de trabajo está compuesto por 30 personas, pero son entre 12 y 23, incluidos estudiantes de Bellas Artes, los artesanos que suben a la cúpula sin importar el frío, el calor, o la lluvia, porque saben que con sus manos rescatarán y embellecerán una parte importante de nuestra historia.