El caso de la escritura de Daniel Guebel es de esos en los que aparece el Autor Diseminado Naturalmente en cada párrafo: este ADN nos permite identificar con solo leer unas líneas la poética, la forma y el pensamiento de su autor; no es una genética heredada, es puro trabajo, lectura y deslectura, escritura y reescritura, corrección y tachadura.
«Matilde» se editó por primera vez en 1994 y este año la editorial Galerna la reeditó. Esta novela se transforma, como cualquier obra en el tiempo, en otra; pero no solo por un cambio exterior (como el «Pierre Menard» de Borges), sino por esos constantes cambios dentro de la obra de Guebel que la vincula de otra manera.
Y se resignifica esa historia de amor, aparentemente folletinesca, como le gustaría a Manuel Puig, pero repleta de guiños humorísticos, relaciones que se deshacen y se vuelven a armar a partir de la presencia del Más Allá. Una escritura que evoca al placer de las primeras lecturas, fundantes.
Autor de novelas, cuentos, guionista y periodista, Daniel Guebel nos viene deleitando con su narrativa desde 1987, cuando apareció «Arnulfo o los infortunios de un príncipe»; luego su novela «La perla del emperador» ganó el premio Emecé.
Es autor novelas como «La vida por Perón» y «El absoluto», y de libros de cuentos y obras de teatro.
– Télam: ¿Cómo nace la idea de «Matilde»?
– Daniel Guebel: Matilde no nace de ninguna «idea». Tengo un vaguísimo recuerdo de la sensación de tener la punta de un piolín del que debía ir tirando hasta sacar algo. Era una ensoñación y un malestar, creo que había restos de mi cuento «El ser querido» flotando por ahí, cuestiones que en ese cuento tenían una matriz especulativa volcada a lo fantástico, un poco en la senda de Borges y Bioy, sobre todo en el «cuidado de la palabra», pero al mismo tiempo, la voluntad de cierta diferencia. Una pregunta que me hacía entonces: ¿por qué Borges en «El Aleph» se ocupa del Universo como un genial bibliotecario, pero no se hace cargo, con el peso que para él tiene la palabra «atroz» de la cuestión de la carne de Beatriz Viterbo? No es una pregunta que yo me haya hecho con exclusividad: basta ver cómo lo resuelve Fogwill en «Help a El», y Di Paola en «Moncada». Diría que casi todos los escritores argentinos hemos querido reescribir de una u otra manera «El Aleph», engordándolo, adelgazándolo o transformándolo, escapando todos menos uno de la vigilancia de la viuda.
– ¿Con qué procedimientos pasás de tu cuento «El ser querido» a la novela «Matilde»?
– D.G.: En mi caso, de la corrección, amputación o aumento de ese cuento en «El ser querido», con «Matilde» paso a la dramática de un cuerpo que está o no está (no como una velada denuncia de la cuestión de los desaparecidos, tardía luego del show periodístico de los cadáveres, sino al efecto que ese sistema de procedimientos militar supone sobre la existencia corpórea y su restitución fantasmática a los deudos). «Matilde» es una máquina de interrogación sobre el destino de un cuerpo y las peripecias de un amor vistas a través de la lupa perturbada de una conciencia culpable, la del protagonista, que es enviado a la locura por un amigo más inteligente que él, y que por la vía de la especulación acerca de los destinos sentimentales y ultraterrenos lo dirige hacia la demencia.
– ¿En qué consiste la reescritura y la lectura de tu obra anterior?
– D.G.: No es un acto deliberado. Pasé de imaginar, un poco ingenuamente, qué podría desplazarme por la literatura como un viajero en perpetua transformación, a descubrir que en ocasiones reescribía, ampliaba. A partir de El absoluto, creo que escribo ya no por reescritura sino por ampliación de zonas, esperando todo el tiempo que se produzca un corte que me lance de nuevo a la vieja ilusión de ser un escritor nuevo.
– ¿Cómo se produce esa cadena que va del cuento «El ser querido» al resto de tu obra?
– D.G.: «El ser querido», «Matilde» y «Nina», creo, no están, ni preanuncian, ni se anticipan a «El absoluto». «El Absoluto» reescribe el primero de mis cuentos, «Flores para Felisberto», un pequeño homenaje a Felisberto Hernández como pianista. «Ella» podría ponerse en la serie de «Matilde» y «Nina». «Derrumbe» es un desprendimiento de «El absoluto» y «Las mujeres que amé» es un desprendimiento autoirónico de «Derrumbe».
– ¿Te sentís parte de la reescritura canónica de la literatura?
– D.G.: ¡No! La idea de la gratuidad del procedimiento, de la libre elección del asunto narrativo me es ajena. La literatura no es para mí una mesa giratoria china donde uno elige libremente los manjares, sino más bien una mesa giratoria donde solo puedo tomar alguno que otro, y me veo impedido del resto. La libertad que proporciona la fantasía del azar generoso no es más que una determinación cuyo signo desconocemos en el momento de estirar la mano para apoderarnos de lo nuevo.
– Vos decís que escribís para atenuar el horror de lo real, ¿podés expandir esta idea? ¿El horror es la muerte y el más allá como aparece en la novela?
– D.G.: El horror es la experiencia de la finitud de la vida, de la extensión excesiva de la vida, de la falta de variedad de la vida, del horror general de la existencia… cuando no escribo.
– ¿El fin del amor es parte de ese horror?
– D.G.: Para que haya fin, ¿tendría que haber un comienzo? «Matilde» pone en duda eso.
– Sabemos que tenés una novela que se llama «Shibari» ¿Se publicará pronto? ¿Tenés algún otro inédito para publicarse?
– D.G.: No sé cuándo saldrá «Shibari. El libro de las ataduras». Es una novela bastante amplia, más de cuatrocientas páginas (en una primera versión tenía casi ochocientas) que transcurre en el Japón del Siglo XIV, durante el Shogunato Ashikaga, con un protagonista que es una especie de Hamlet nipón. ¿Un policial? También, como lo es Hamlet, una investigación sobre el asesinato del padre y el deseo de la madre, con la diferencia de que aquí el tío Claudio no aparece y, como corresponde con la típica cortesía japonesa, hecha de deferencia y brutalidad criminal, la demora en la resolución es infinita, teatral. Sexo, amor, política, como siempre. Lo que publicaré en julio es un libro breve, «El hijo judío», una versión libre y novelada del relato freudiano sobre la violencia familiar de origen, que litiga con uno de mis intertextos favoritos, la «Carta al padre» de Kafka.