Una de las claves en las que se sustenta el negocio publicitario de las redes sociales, la posibilidad de dirigir los anuncios en función de los intereses de la audiencia, mostró en este 2017 como nunca antes cómo estas plataformas digitales pueden ser el vehículo perfecto para distribuir noticias falsas que, usadas con fines políticos o electorales, se convierten en una problemática preocupante.
La primera manifestación de esto irrumpió en enero, cuando junto con el arribo de Donald Trump a la Casa Blanca comenzaron a llegar a la primera plana de los medios, cada vez con más fuerza, los rumores sobre la influencia rusa en las elecciones estadounidenses de diciembre de 2016.
Los meses siguientes iban a mostrar cómo -principalmente a través de Facebook, Instagram y Twitter, aunque también de YouTube- con presupuestos mínimos, entidades sospechadas de estar vinculadas al Kremlin inundaron la opinión pública norteamericana y alcanzaron audiencias de millones de personas con desinformación acerca del proceso electoral y los candidatos.
Presionados por países europeos como Alemania y Reino Unido -que temían que esta experiencia se trasladara a las elecciones que se celebrarían allí- y citadas para declarar en la investigación oficial estadounidense sobre la influencia rusa, ejecutivos de Facebook, Google y Twitter dieron cuenta en octubre de la enorme dimensión que había alcanzado la propaganda política en sus redes, y se quejaron juntas del “mal uso” que habían hecho de sus sistemas.
Al echarle la culpa a los rusos, sin embargo, implícitamente admitieron lo sencillo que es usar las plataformas para direccionar una información a las personas indicadas, sea por sus opiniones políticas o sus preferencias religiosas, sus edades, lugares de residencia o inclinación sexual, entre muchas otras variables.
En otras palabras, mostraron que las herramientas de segmentación de audiencias que ofrecen a empresas y comercios para publicitar con la mayor efectividad posible sus productos -las incomparables características de sus sistemas, que las llevaron a concentrar en pocos años una buena tajada de la publicidad total mundial- están al alcance de cualquier persona o entidad que pague.
De hecho, la posibilidad de echar mano a estas herramientas inauguró un negocio novedoso. La creación de sitios y noticias falsas demostró a lo largo del año ser una actividad rentable, como acreditaron diversos reportajes sobre jóvenes de Europa del Este que ganaron millones de dólares al crear sitios de artículos falsos sobre famosos occidentales.
Ese negocio también es rentable en la Argentina. Télam publicó en abril una entrevista a un especialista que contó en profundidad como, a través de un ejército de cuentas falsas, diarios digitales creados ad hoc “en una hora” y herramientas de escucha activa (listening) para saber «lo que quiere el barrio» o la ciudad, creaba noticias falsas para generar tendencias y posicionar marcas y candidatos, o para crear reputación online a empresas sin pasado.
Llevadas al campo de la discusión social, económica y política, el efecto de las noticias falsas supone un problema endémico de la revolución digital, según concluyó en abril un encuentro de la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (Adepa). Hasta el papa Francisco eligió el tema como eje de la Jornada Mundial de las Comunicaciones que celebrará en mayo de 2018.
El hecho de que las personas se informan cada vez más a través de redes sociales e incluso de servicios de mensajería como WhatsApp, según mostraron estudios internacionales como el «Reporte de Noticias Digitales 2017» (de la Universidad de Oxford y el Reuters Institute), tiene como resultado el crecimiento de grupos cerrados donde las personas leen y comparten información relacionada con sus creencias, caldos de cultivo donde se fomenta la polarización social.
Este combo de publicidad dirigida por algoritmos y desinformación intencional alimentada por noticias falsas crea «una especie de ‘tormenta perfecta’ sobre el tema», cuestionó en mayo el relator especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), Edison Lanza. Un problema serio de relevancia global, “por la incidencia que puede tener esto en el derecho a saber y conocer de la población”.
Así, más allá de señalar a los rusos o a cualquier otro culpable, es el propio sistema que vertebra el creciente negocio publicitario de las redes sociales el que hace que las noticias falsas, que existen desde hace siglos, supongan hoy un problema serio.
El universo de soluciones posibles es heterogéneo y va desde la simple censura, prohibición y multas esbozados por países europeos a la apelación a la responsabilidad de las plataformas en el continente americano, donde la libertad de expresión ampara también a la información falsa.
Las propias empresas, ejes del debate, fueron proponiendo iniciativas para hacer frente a las “fake news”, desde soluciones educativas y artículos periodísticos hasta etiquetas de verificación, grupos de estudio y sistemas de inteligencia artificial.
Pero, como afirmó a Télam el escritor y periodista Esteban Magnani, «pensar que un algoritmo va a detectar mentiras es ingenuo: al estudiarlo y probarlo se encuentran formas de evitar su bloqueo».