Santiago Doria es el director de la eficaz versión de «La discreta enamorada», una comedia de confusiones escrita en 1604 por Félix Lope de Vega, que con actuaciones centrales de Irene Almus y Ana Yovino se ofrece en el Centro Cultural de la Cooperación, Corrientes 1543, viernes y sábados a las 20.
Ubicada en Madrid durante el reinado de Felipe III, el Piadoso, narra las picardías de la bella Fenisa (Yovino) obligada por razones pecuniarias a casarse con un veterano oficial, el Capitán Bernardo (Gabriel Virtuoso) para, en realidad, poder amar al hijo de éste, Lucindo (Mariano Mazzei).
Todo eso bajo la mirada de la madre de la joven, Belisa (Almus), una viuda aún con voluntades de merecer, en paralelo a los celos de Gerarda (Mónica D’Agostino), otra bonita aunque taimada mujer, que también sueña con Lucindo mientras es cortejada por Doristeo (Francisco Pesqueira), un auténtico palurdo.
Con agradables instantes musicales de Gaby Goldman con aprestos de zarzuela y pasodoble que incluyen partes cantadas por el elenco, la pieza es un ejemplo de actualización de un texto tan antiguo, cuya versificación es respetada pese a los recortes efectuados por el director, quien conserva sin embargo la picardía en esos malentendidos y sustituciones de personalidad, que en el teatro parten de Goldoni y la Comedia del Arte y son ejemplos de lo que Molière hizo en Francia varias décadas después.
No es la única vez que Lope se ocupa de la psicología femenina y deja muy bien parada la inteligencia de su protagonista, que aun enfrentándose a las convenciones de su tiempo -la obra carece de referencias religiosas explícitas- puede manejar a su antojo al entorno y deja en segundo plano a los procederes masculinos, más cercanos al arrebato y a las falsas autoridades.
Doria es un director ecléctico que ya había abrevado en Lope y en los últimos tiempos cosechó elogios con obras del sainete criollo -«El conventillo de la Paloma», «Los disfrazados»-, con toda la consanguineidad que tienen esos géneros, y aquí logra un equilibrio mayor a partir de lo despojado, valiéndose ante todo del arte de la representación.
Tiene, además, una buena mano para el sobreentendido, el «timing» escénico, el uso de los apartes con el público y el remate de las escenas, que no pocas veces merecen el aplauso a telón abierto cuando los personajes salen, aunque algunos crean que esa eficacia es sólo del intérprete.
Lo bueno es que le sale un teatro que rescata una obra clásica y a la vez absolutamente popular, legible por cualquier clase de platea, pero al mismo tiempo bello y digno, un espectáculo que puede agradar a cualquier estómago.
Con una escenografía mínima, que consta de dos largos bancos para todo uso delante de una cámara negra, y con lujos de vestuario -de Susana Zilvervarg realizado por Stella Giorgio- y de luces -de Leandra Rodríguez-, basa su trabajo en un elenco formidable de comediantes, no habitual en el teatro local.
Almus se destaca con su enorme capacidad para el humor -viene de representar su propia obra «Espumas de Oriente» y actúa en «Vacas sagradas», de Daniel Dalmaroni, en El Tinglado, los sábados a las 22- y es una deliciosa dama otoñal cuyos fuegos aún no se extinguieron, lo que la actriz ofrece con oficio y gracia natural.
Otra de las destacables actuaciones es la de Virtuoso -también se lució en «Espumas de Oriente»-, con un manejo del cuerpo y de la voz impecables, aunque no se puede desdeñar los trabajos de Mazzei -un especialista en Lope desde «Quien lo probó lo sabe» (2006), recitado en perfecto español castizo-, D’Agostino y Pesqueira, con lucimientos varios cada uno.
También hay una labor entrañable de Pablo Di Felice, a cargo de Hernando, un servidor y consejero de Lucindo que funciona como su alter ego, que conecta los procedimientos de su patrón con el público y es uno de los antecedentes del «ladero», personaje astuto y torpe a la vez, siempre gracioso, habitual en el teatro popular criollo de varios siglos después.