«Formas de violencia», una exposición que reúne a 50 artistas cuyas obras dialogan sobre las distintas manifestaciones de la violencia a lo largo del tiempo, en diferentes ámbitos y situaciones podrá visitarse hasta el 10 de septiembre en el Centro Cultural Kirchner (CCK).
La muestra, integrada por obras históricas, piezas contemporáneas, fotografías, pinturas, esculturas, objetos e instalaciones está organizada en base a tres ejes titulados: «El puñal invisible», «La carne de los héroes» y «La tercera mejilla. Violencia en el siglo XXI», además de dos instalaciones de sitio específico, «Derrumbe» y «El grito».
La muestra que da cuenta de la violencia social, política, económica y los cambios que esta manifestación fue adquiriendo, tanto en la vida pública como privada y en los vínculos entre las naciones, fueron seleccionadas por un equipo curatorial integrado por Ana Martínez Quijano, Patricia Rizzo, Lux Lindner y Renato Rita.
La imponente exhibición fue montada en cinco salas que ocupan novecientos metros cuadrados del sexto piso del CCK, y se llega a través de pasillos donde inmensos carteles con el nombre de la muestra en blanco y negro acompañan al visitante.
«El puñal invisible» reúne formas de violencia política, social, económica y hacia la mujer. El visitante puede elegir por donde iniciar el recorrido, ante la profusión de obras, que se reúnen en el concepto de «violencia naturalizada», sostuvo la curadora Patricia Rizzo.
Impactan, en el medio de la sala, obras de gran valor estético como las esculturas de cuerpos femeninos dolientes por la anorexia o bellos a fuerza de siliconas, de Martín Di Girolamo.
Sobre una de las paredes, la pintura «No me mates» de Anna Lisa Marjack habla de violencia explícita pero con tratamiento caricaturesco, seguida de una foto de Ananké Asseff, en la que un hombre le da un beso de prepo a una nena, y continúa con las pinturas de prostitutas de Fátima Pecci Carou, que se unen con escenas de restos de caza, que responde a la idea de que toda mujer que se prostituye es cazada, según la curadora.
La instalación «Objeto trágico» de Margarita Paksa, de los años 70, donde una plancha cuelga recostada sobre una pared enganchada a una tijera, como una alegoría de la violencia femenina «que uno tiene que sostener en distintos ámbitos», según Rizzo, se combina con «el mandato social de estar linda y flaca» que reproduce una fotografía en blanco y negro de Boleslaw Senderowicz, de los años 50, con una mujer bailando sobre una tabla de planchar.
Rastros de golpes sobre columnas metálicas en una sucursal bancaria en el 2001, en fotografías de Nuna Mangiante, hablan de «una estafa legalizada por el Estado», en la serie de obras de violencia económica, integrada también por el «Manifiesto comunista» de José Luis Landet, en una sociedad «que no ha podido resolver las desigualdades y consideramos romántico ser comunista», dice Rizzo.
Una pirámide de Mayo, realizada en metal con cacerolas, de María Causa, convergen en esa violencia económica, así como la fotografía «Cerdos de placer», de Norton Maza, donde aparece la bolsa de Nueva York invadida de cerdos dorados y gorilas.
Documentos de estado utilizados por los militares para infiltrarse entre los civiles se puede observar en la muestra, así como la respuesta de las organizaciones armadas que llamaban a ganar o morir, «lo que habla de nuestra historia reciente e invitan a reflexionar», según la curadora.
La violencia social aparece en pictogramas realizados con perlas y balines de aire comprimido, de Karina El Azem, en «Mapa de robo», que reproduce la forma de señalización de lugares aptos para robar, según el código de los delincuentes.
Un barco a vela de balseros huyendo de su país de origen y un mapa mundi fracturado en varios pedazos cierran esta parte de la muestra.
«La carne de los héroes» toma como punto de partida la conquista de España en América y los debates en base al binomio civilización-barbarie, explica la curadora Martínez Quijano. Se observan obras del pasado como una reproducción del cuadro «Batalla de Curupaity», de Cándido López, intervenido por 70 piezas de soldados hechos en terracota, de Alita Olivari.
También aparece el cuerpo vejado de una joven, en cera sobre madera, del grupo Mondongo que cita el poema «La condesa sangrienta», de Alejandra Pizarnik. «Han habido dos metamorfosis: su vestido blanco ahora es rojo y donde hubo una muchacha hay un cadáver», se lee.
En otro extremo de la sala «41 millones de hectáreas», de Cristina Piffer, una obra realizada con sangre de grasa deshidratada sobre una mesa de acero, busca representar cómo luego de la Conquista del Desierto (1876-1903) el gobierno entrega 41 mil hectáreas y Roca reclama su parte.
Sobre el suelo de la sala, hecho con carne vacuna, acrílico, resina y parafina un «Damero hecho con carne neocolonial» integra esta parte de la muestra que se completa con «Chinchulines trenzados en dos recipientes de vidrio» de Cristina Piffer, hechos con tripas de vacas, para representar la lucha entre unitarios y federales.
La violencia en el siglo XXI aparece en «La tercera mejilla», donde se buscó «dentro de la contemporaneidad más aguda formas que tuvieran que ver con una especie de gramática, como una oración de la violencia. La violencia es el humor de la maldad y como tiene un registro dinámico porque se expresa en acto, cualquier teorización o institucionalización inmediatamente detiene su efecto», sostiene Renato Rita, curador de la muestra, junto a Lux Lidner.
En este sector predominan objetos en blanco y negro, con la intención de buscar «cierta monocromía, evitar distracciones estéticas y funcionar en cuanto a un interrogante, para buscar una intensidad muy apagada para que la relación no sea expectante en cuanto a lo formal, sino a lo conceptual», explica Rita.
La exhibición continúa con la instalación del sitio específico «Derrumbe» de Juan Sorrrentino, donde la vibración sonora afecta la materialidad creando un muro vibrante. El sonido altamente potente irá prograsivamente y a lo largo de los dos meses que dura la muestra, derrumbando el muro.
Sorrentino, que es artista sonoro, explicó a Télam que el trabajo surgió de una investigación sobre el impacto de la frecuencia del sonido en el cuerpo humano y en la naturaleza.
Este artista chaqueño, que estudia el sonido como formato externo a la composición, utilizó para la construcción del muro la técnica indígena de esgrafiado en reboque, que superpone capas de reboque de distintos colores, que en este caso van del gris al ocre. Del otro lado del muro, unos parlantes actúan como un dispositivo que acciona sobre la parte plástica.
En tanto, Narcisa Hirsch y Jorge Caterbetti invitan en otra instalación a ingresar a la cabina de paredes vidriadas para llevar a cabo una única acción: gritar. El grito como expresión multisensorial para el emisor, y como experiencia visual para los espectadores que ven pero no escuchan.