Con diez crónicas que problematizan escenarios en los que la educación y la ciencia se vuelven posibles por el accionar de una persona o un grupo, el libro «Un mundo lleno de futuro» se posiciona bajo el ojo avizor de la periodista Leila Guerriero como la exploración de un género al que le cuesta rehuir de los estereotipos de la marginalidad y las historias de superación.
No todo es éxito consumado en estos relatos articulados por grandes plumas del periodismo narrativo que ponen en el foco en emprendimientos centrados en atenuar las carencias de comunidades rezagadas o enfermos terminales: lo que vale en este caso es dar cuenta del esfuerzo y la perseverancia de quienes luchan por desarrollar un método que permita detectar la tuberculosis en apenas minutos, por fundar un polo tecnológico en una pequeña localidad del estado brasileño de Minas Gerais o por inventar un chip que ayude a prevenir enfermedades en el ganado.
En este conjunto de crónicas escritas por el argentino Javier Sinay, el peruano Juan Manuel Robles o el colombiano Juan Miguel Alvarez -por citar sólo tres de un elenco destacado- y compiladas por la periodista Leila Guerriero se visibiliza una paradoja recurrente: individuos o grupos impulsan un proyecto para resolver una problemática pero a partir de ahí­ irrumpen otros conflictos que tienen que ver con la distribución del poder o los prejuicios.
¿En qué medida las variables sociales son el gran obstáculo que debe vencer la ciencia o la innovación para avanzar, como se percibe en estos textos? «En muchos casos una buena intención a veces produce efectos indeseados. Eso marca que para acercarse a solucionar un problema en una comunidad hay que desprenderse del síndrome del conquistador -analiza Guerriero-. Aunque uno vaya a hacer algo que cree que es bueno, tiene que averiguar si realmente así lo percibirá el otro. Se trata de no interponer la mirada propia».
-Muchos de los periodistas que participan en este volumen de crónicas aparecen corridos de los hábitats que más frecuentan ¿Asignarles otras temáticas es una manera de sortear algunos estereotipos o vicios que acechan a la crónica?
– Leila Guerriero: Esa fue un poco la idea que marca todo el libro: gente discorrida de su campo habitual. Para los cronistas o periodistas narrativos, el impulso más natural parece ser contar historias que tienen que ver con los márgenes y el conflicto. Por eso para muchos de ellos al principio fue desconcertante proponerles relatos que salían de su zona de exploración. Fue bueno descubrir que se pueden contar historias que están lejos del estereotipo de una Latinoamérica sangrante y violenta.
-Si hubiera que buscar un hilo conductor más allá de que el foco de las historias está puesto en gente con un perfil solidario o emprendedor, se podrí­a pensar que los relatos aluden a la ausencia del Estado, por lo menos en Latinoamérica ¿No resulta una paradoja si tomamos en cuenta que después de la oleada neoliberal muchos paí­ses de la región tuvieron gobiernos con fuerte acento en la inclusión o el asistencialismo?
– L.G: Sí, así es. Quien debería estar poniendo los pozos de agua o llevando la luz a comunidades en medio de la selva u ocuparse de promover la tarea de los científicos es el Estado. Acá en cambio, se habla de investigadores que van de un lado para otro gestionando créditos o que venga una ONG de un europeo que se enamoró de Colombia para financiar un proyecto.
Sigue habiendo una ausencia del Estado y esto es algo que atraviesa toda la región. Se ve muy claro en áreas como ciencia, educación y tecnología, que son como tres patas fundamentales para el desarrollo de un país. En ese sentido, la solidaridad promedio del ciudadano latinoamericano es también un síntoma de la ausencia del Estado, a pesar de los gobiernos progresistas que ha tenido el continente y que en su mayoría hacían foco en una mayor presencia de políticas públicas.
-Definí­s a los protagonistas de las crónicas como «gente que vio en medio del ruido y la confusión del tiempo presente, lo que nadie habí­a visto: una necesidad, una falta, una carencia». ¿Esa definición podrí­a aplicarse a quienes ejercen el periodismo a través de la crónica, en tanto género que intenta una aproximación menos lineal a los fenómenos?
– L.G: Absolutamente. Esa frase de hecho abreva un poco en una idea de Martín Caparrós que define al cronista como «aquel que ve donde todos miran algo que no todos ven». La formulación resume también lo que debería ser la labor en general del buen periodista.
-En los últimos tiempos, sin embargo, publicaciones digitales como Anfibia, Socompa o Panamá se están dedicando a contar también con los recursos de la crónica los vaivenes de la política ¿El género comienza a desmarcarse de sus tópicos más folklóricos?
– L.G: Es posible que se empiecen a ver algunos cambios pero creo que todavía no hay grandes crónicas en torno a cuestiones como política o educación. Estaría buenísimo, por ejemplo, entender el conflicto docente en la Argentina a través de una crónica. Cuando leo este tipo de textos sigo viendo una mirada como muy editorializad y me falta ver un poco esa voluntad de contar pura que tenía por ejemplo el norteamericano Foster Wallace. Detecto demasiado sarcasmo a la hora de contar, de posicionarse. Y no veo a grandes rasgos esa tarea de observación tan rica que se produce cuando uno se queda mucho tiempo al lado de una persona hasta que se mimetiza con el entorno y se convierte en una especie de mosca pegada a la pared que todo lo mira.
Me falta ver eso de dejar que la realidad se muestre por sí misma. Con la política eso parece ser más complicado porque parece siempre que uno está aexpuesto a que alguien dé por sentado una afinidad que no existe. A mí me gusta mostrar a un candidato a partir de sus gestos, su accionar, su manera de pedirle un vaso de soda al mozo…son esas pequeñas cosas en que la crónica puede ser mucho más rica. Un poco la idea de trabajar en lo que serían las sobras del reportaje.
-¿En qué lugar se posiciona un periodista cuando escribe una crónica? ¿Está en este campo menos delimitado el punto de vista y la implicación personal que en las otras formas del periodismo tradicional?
– L.G: El cronista va casi siempre en ir contra de la idea de la urgencia. Su trabajo no es ir a cubrir el choque de trenes en Once donde murieron 52 personas y resultaron heridas unas 800. El cronista en cambio es el que va dos años después y hace por ejemplo un perfil de la mamá del chico que encontraron muerto en un vagón tres días después del accidente. En la crónica el tiempo es una variable que entra dentro del texto porque permite mirar más en perspectiva. Uno en ese caso está escribiendo desde el presente, que es un tiempo muy exigente porque requiere ir volver hacia el pasado permanentemente.
-Y finalmente, cómo ves el género hoy ¿Puede seguir siendo evaluado en términos de boom o fenómeno?
– L.G: Hace ya tanto tiempo que se viene hablando en esos términos que a esta altura creo que ya parece que es más el voluntarismo de querer que suceda que otra cosa. Me sigue pareciendo lo mismo de siempre: la crónica es un fenómeno de nicho. No se puede pesar en términos de boom, al estilo de lo fue el boom latinoamericano donde miles de lectores iban corriendo a comprar los libros de García Márquez o Cortázar. Eso no pasa con la crónica.
Lo que sí se observa es que hay una gran cantidad de cronistas -se podría hablar de dos o tres generaciones- que viven dando la pelea en el género y no dejan caer la intención de seguir haciendo a través de diversos canales: revistas digitales como Anfibia o las colecciones que hoy casi todas las grandes editoriales les dedican a la crónica.
Pero aclaro: si se compara lo que pasa hoy en relación a la crónica con lo que pasaba hace 15 o 20 años el movimiento es muy distinto. La crónica tiene una vocación muy panamericana, es decir, no se la puede evaluar desde la cosa aldeana o provinciana de cada país, proque si observás las condiciones de cada país para publicar este tipo de textos te vas a encontrar con una o dos revista como mucho pero si mirás el mapa del continente, vas a ver que hay muchas más posibilidades.