Desde Jean-Paul Sartre y Albert Camus a Michel Foucault y André Glucksmann, la filosofía francesa de posguerra ha funcionado como un radiactivo campo de ideas que obró como disparador y correlato del Mayo francés, la revolución cultural china y otras experiencias emancipatorias -la mayoría frustradas- que tuvieron lugar en la última centuria: esa imbricación entre pensamiento y acción es retomada por el filósofo Tomás Abraham en su libro «El deseo de revolución».
Si algo destaca al siglo XX, además de los exilios y los desplazamientos de grandes masas de población que consignó como marca identitaria el escritor inglés John Berger, fue el ideal revolucionario que convirtió al mundo en un gran laboratorio social y detonó gestas emancipatorias como el Mayo francés o la revolución cubana, abastecidas conceptualmente por la filosofía francesa de posguerra cifrada en el pensamiento de Jean-Paul Sartre.
En las sociedades contemporáneas anida un «deseo de revolución» que trasciende el fracaso de muchas de las experiencias que buscaron vulnerar las relaciones de poder centradas en la explotación y la distribución desigual de la riqueza: la revolución es «un deseo, y como tal, no tiene fecha de vencimiento», sostiene Abraham como una explicación posible de ese afán rupturista que perdura a pesar de su fallido campo fáctico.
En «El deseo de revolución» (Tusquets), el filósofo nacido en Rumania hace 70 años traza una genealogía que arranca en Sartre y recorre con su prosa picante las formulaciones de pensadores como Foucault y Deleuze para ponerlas en diálogo con la Guerra Frí­a, la descolonización y la independencia de Argelia, el archipiélago en el Gulag y la revolución cultural china.
No sólo eso: el autor de «La aldea local» y «Pensadores bajos» escudriña también la influencia de la tradición filosófica francesa en el campo intelectual argentino a través de autores como David Viñas, León Rozitchner, Juan Carlos Portantiero y Oscar del Barco.
El itinerario que plantea en el texto esboza en paralelo un recorrido por las filiaciones intelectuales del autor y las de una generación que definió su vocación a partir de Sartre y del existencialismo, una de las últimas modas que ofreció la filosofía más allá de los confines del pensamiento: «una forma de vestirse, un modo de fumar, la sexualidad, un estado anímico, la vivencia de la soledad, un vocabulario», enuncia Abraham.
-La idea de revolución guió el curso del siglo XX vinculada a distintas experiencias de gobiernos socialistas ¿Cómo impactó el fracaso de estas experiencias sobre el deseo revolucionario?
– Tomás Abraham: A estas primeras experiencias las llamaría comunistas y no socialistas, ya que el socialismo no dejó de conservar los aportes republicanos y los derechos individuales cada vez que fue gobierno, ya sea en su implementación escandinava, europea, uruguaya, chilena u otras. Admitió la pluralidad de los grupos políticos y la diversidad social. El socialismo con un aparato cultural y educativo basado en la filosofía de Marx, como ocurrió en la URSS, en la China de Mao, en Cuba, o en Europa Central, es el comunismo del siglo XX. El impacto del fracaso y la decepción que produjo fue mayor. Lo que no quiere decir que esas ideas no persistan en grupos político-culturales que insisten en su vigencia y no toman en cuenta su fracaso. Hay y habrá multitudes, pueblos, grupos, minorías, que se sublevan y se sublevarán. Pero ya no existe el universalismo legitimado por una verdad y un sentido de la historia basado en una ciencia como el materialismo de Marx, y la idea de un Hombre Nuevo en un mundo en el que la propiedad colectiva de los medios de producción genere una humanidad fraterna en la que el dinero desaparezca.
-¿Hacia dónde se redirige la expectativa revolucionaria hoy si tomamos en cuenta experiencias más recientes como la primavera árabe o el movimiento de los indignados en España?
– T.A.: La indignación y el reclamo son puntuales: se pide un nuevo orden global, una ecología política administrada por una ONG planetaria, pero ya no con una clase redentora que termine para siempre con la explotación, sino con supuestas multitudes que se fusionarán mediante una resistencia extendida. Este deseo no tiene la persistencia del ideario comunista del siglo XX, porque no se funda en una Verdad. Lo que lo hace fugaz, intermitente, y disperso.
-¿El capitalismo sigue siendo un sistema a combatir o la lucha está en morigerar sus efectos?
– T.A.: El capitalismo está más fuerte que nunca ya que se inició una etapa de expansión con China y la India, es decir, 2500 millones de habitantes que producen nuevas riquezas y consumen nuevas mercancías. Es un nuevo mundo y un nuevo mercado mundial. No hay ni un solo país que diagrame una planificación centralizada sostenida por una burocracia estatal. Lo quiso hacer Venezuela con malos resultados y una violencia generalizada. Pero no hay un capitalismo sustancial que se modifica a sí mismo. Ni es el industrial de la máquina a vapor y las ciudades obreras ni el fordista, ni el de los 30 gloriosos de la posguerra. Por otra parte la tecnología tiene una aceleración que cambia los parámetros según los cuales vive la humanidad. El rubro «comunicacional», el de la ciencia aplicada a la vida, auguran un futuro que es difícil descifrar con nuestro modo de pensar. Son nuevos conflictos y nuevos presentes, que no pueden jibarizarse con la palabra capitalismo. Un mundo sin dinero y sin propietarios no es imaginable, al menos por ahora.
-Hay una relación inevitable entre revolución y violencia… ¿El fracaso de los movimientos revolucionarios que produjeron tantos muertos en Yugoslavia, Rusia o China se debe en parte a esa violencia?
– T.A.: No se trata de violencia, una palabra elástica que todo lo describe y todo lo justifica. Se dice que hay violencia cuando hay hambre, cuando hay desigualdad, cuando hay tiranía, cuando hay terrorismo, cuando hay censura, o sea, siempre. El problema es el del modelo de la guerra civil, última etapa del camino revolucionario. Frente al poder militar y financiero, hay quienes solo creen en una resistencia que se apodere de dinero con el narcotráfico que permite la posesión de armas, o con terrorismo. Una especie de doble invertido del poder oligárquico. Es la salida suicidaria. La muerte generalizada. Sin embargo la resignación, si bien no es la muerte total, es la muerte en vida. Me pregunto si existe la creatividad en política para hallar una alternativa a la guerra civil. Ejemplos como los de Gandhi y Mandela, como Sarmiento, Roca, Perón y Frondizi, nombres que solo un puritanismo político no puede unir. Todo creador en política debió soportar un costo.
-¿Cómo se encarnó ese deseo de revolución en la última década en la Argentina?
– T.A.: A diferencia del gobierno de Evo Morales, por ejemplo, que ha cambiado radicalmente a su país, el kirchnerismo fue una propuesta mediocre de mediocres. El mismo Lula, que provenía del sindicalismo, trasmitía un deseo de justicia, más allá de que se lo comió el sistema de prebendas al que se sometió por fuerza o con ganas, no lo sé. Hasta en Chávez, que asume el poder después de la debacle del sistema de partidos políticos venezolano, se ve su origen popular al lado de su gente. Pero al ser un militar, su idea de un ejército junto al pueblo culmina en el terrorismo de Estado, lo quiera o no. No acepta la diversidad, la oposición, impone la fuerza, y no logra un consenso más amplio porque divide a la sociedad en amigos y enemigos.