El efecto sedante del mar ha quedado reflejado en el arte, la decoración de los hogares e incluso en la elección del lugar para pasar las vacaciones, pues es el entorno preferido por más personas para relajarse. Existen varias razones para ello. Una es el color: el azul ejerce un efecto tranquilizador.
El psicólogo británico Nicholas Humphrey demostró en un experimento con monos ya clásico que estos preferían entrar en un recinto pintado de azul que en otro de tonos rojos. En el primero, se estabilizaba su presión arterial y disminuía su ritmo respiratorio. Humphrey averiguó, además, que los bebés se calman con más facilidad bajo una luz de esa coloración, lo cual sugiere que algunas de estas sensaciones son innatas.
La neurocientífica Shelley Batts, de la Universidad de Stanford, sugiere, por su parte, que el sonido de las olas se acompasa con nuestra respiración, lo que contribuye en gran medida a relajarnos, y el psicólogo Philippe Goldin, de la Universidad de California en Davis, nos recuerda una interesante relación: el océano, el líquido amniótico y el cerebro tienen, en esencia, una composición similar.
Esta predisposición también explicaría por qué nos quedamos como atontados ante la parsimoniosa danza de los peces que nadan en una pecera o un acuario. Investigadores británicos de las universidades de Plymouth y Exeter y el National Marine Aquarium han comprobado que contemplar este espectáculo también es bueno para la salud: ralentiza el ritmo cardiaco, reduce la tensión arterial y mejora el estado de ánimo.