Son días ajetreados en el Vaticano, como casi todos los de los últimos diez años de un papado que despertó estructuras aletargadas para ponerlas a caminar al ritmo que exigen estos tiempos. Sus respuestas e iniciativas no sólo contemplan la complejidad de un mundo en movimiento, con o sin brújula, sino también las acciones necesarias para superar una crisis civilizatoria que permita mejorar el presente y construir otro futuro.
En el Sínodo que transcurre en estos días – un ámbito de escucha y reflexión al interior de la Iglesia- el papa Francisco apela «a la mirada de Jesús que bendice y acoge para no caer en algunas tentaciones: ser una Iglesia rígida, que se acoraza contra el mundo y mira hacia el pasado; la de ser una Iglesia tibia, que se rinde ante las modas del mundo; la de ser una Iglesia cansada, replegada en sí misma».
Esta tarde de finales de septiembre la vida me da la oportunidad de volver a entrevistar al líder religioso, social y ético más trascendente del planeta.
Santa Marta es el escenario de una charla en la que desgrana alertas, salidas, reflexiones, desde su mirada universal, contenedora, transformadora.
Al promediar el encuentro, Francisco señala: «Creo que el diálogo no puede ser solo nacionalista, es universal, sobre todo hoy día con todas las facilidades que hay para comunicarse. Por eso hablo de diálogo universal, de armonía universal, de encuentro universal. Y claro, el enemigo de esto es la guerra. Desde que terminó la Segunda Guerra Mundial hasta ahora hubo guerras en todos lados. Fue lo que me llevó a decir que estamos viviendo una guerra mundial a pedacitos».
Sus palabras deberían interpelar aún con más fuerza la conciencia planetaria por estas horas. Desde la mañana del sábado 7 de octubre en que la violencia entre Israel y Palestina escaló de manera inusitada.
El domingo 8, al final de la oración del Ángelus, habló su dolor por el recrudecimiento de la guerra que enluta Tierra Santa: «Expreso mi cercanía a las familias de las víctimas, rezo por ellas y por todos los que están viviendo horas de terror y angustia. ¡Que los ataques y las armas se detengan, por favor!, y se comprenda que el terrorismo y la guerra no conducen a ninguna solución, sino sólo a la muerte y al sufrimiento de tantos inocentes».
Tan solo 72 horas después, en la audiencia semanal del miércoles 11, redobló su exhortación por la paz: «El terrorismo y los extremismos no contribuyen a lograr una solución al conflicto entre israelíes y palestinos, sino que alimentan el odio, la violencia y la venganza, y hacen sufrir a unos y otros».
Y en el Ángelus del domingo 15, el Pontífice reiteró su llamamiento a la paz e imploró por respeto del derecho humanitario «especialmente en Gaza donde es urgente y necesario garantizar cordones humanitarios y acudir en ayuda de toda población».
«Las guerras son siempre una derrota», insistió el Papa peregrino en aquella tarde de finales de septiembre en Santa Marta, a sus 86 años, en la que el entusiasmo iluminó su rostro cuando apuntó cuáles son los destinos previstos a lo largo del mundo en su agenda de pastor incansable, para caminar una vez más, juntos, por un futuro de esperanza.
-¿Le quedan aún viajes importantes?
-Francisco: Bueno sí, Argentina.
-Claro.
-F: Me gustaría ir… Hablando de los más lejos, me queda Papúa Nueva Guinea. Pero alguno me decía que, ya que voy a Argentina, haga escala en Río Gallegos, después el Polo Sur, aterrizar el Melbourne y visite Nueva Zelanda y Australia. Sería un poco largo.
-¿Cómo planea sus viajes? ¿Cómo elige sus destinos?
-F: Llegan muchas invitaciones, hay todo un elenco de posibles viajes y algunos se imponen por sí mismos, por ejemplo, el de Mongolia. Otros son más planeados, dentro de Europa, como el viaje a Hungría. Depende de cada caso. Siempre hay una invitación y después está la intuición del momento. No es algo automático, cada decisión es original, única.
-En sus visitas suelen mostrar propósitos, grandes temas a remarcar y mucha cercanía con los pueblos, coherente con su idea de que las transformaciones requieren del compromiso de los más poderosos, pero también de las individualidades. Cuando vemos fuerzas de ultraderecha que se expanden, cierta frustración o decepción ante a la política o un voto que las expresa, ¿cree que estas crisis son momentáneas o perdurables? ¿Qué se puede hacer para revertirlas?
-F: La palabra crisis me gusta porque tiene movimiento interno. Pero de una crisis se sale para arriba, no se sale con enjuagues. Se sale para arriba y no se sale solo. Los que quieren salir solos convierten ese camino de salida en un laberinto, que siempre da vueltas y vueltas. La crisis es laberíntica. Además, las crisis hacen crecer: cuando está en crisis una persona, una familia, un país o una civilización. Porque si la resuelven bien, se creció. Me preocupa cuando los problemas se encierran hacia adentro y no pueden salir. Una de las cosas que tenemos que enseñarles a los chicos y a las chicas es a manejar las crisis. A resolver las crisis. Porque eso da madurez. Todos fuimos jóvenes sin experiencia y a veces los chicos y las chicas se aferran a milagros, a mesías, a que las cosas se resuelven de manera mesiánica. El Mesías es uno solo que nos salvó a todos. Los demás son todos payasos de mesianismo. Ninguno puede prometer la resolución de conflictos, si no es a través de las crisis saliendo hacia arriba. Y no solo. Pensemos cualquier tipo de crisis política, en un país que no sabe qué hacer, en Europa hay varios… ¿Qué se hace? ¿Buscamos un mesías que venga a salvarnos de afuera? No. Busquemos dónde está el conflicto, agarrémoslo y resolvámoslo. Manejar los conflictos es una sabiduría. Pero sin conflictos no se va para adelante.
-¿Qué le está faltando a la humanidad y qué le está sobrando?
-F: A la humanidad le faltan protagonistas de humanidad, que hagan ver su protagonismo humano. A veces noto que falta esa capacidad de gestionar las crisis y de hacer aflorar la propia cultura. No tengamos miedo a que salgan los verdaderos valores de un país. Las crisis son como voces que nos señalan dónde hay que proceder. En cambio, los problemas que a veces están un poco tapados o guardados, son como el flautista de Hamelin, que tocan la flauta, vos crees que todo es flauta, vas allá y todos se ahoga. Yo le tengo mucho miedo a los flautistas de Hamelin porque son encantadores. Si fueran de serpientes los dejaría, pero son encantadores de gente… y las terminan ahogando. Gente que se cree que de la crisis se sale bailando al son de la flauta, con redentores hechos de un día para el otro. No. La crisis debe ser asumida y superada, pero siempre hacia arriba.
-¿Y nos sobra individualismo? indiferencia?
-F: Yo le tengo más miedo a la indiferencia, porque es una especie de abulia cultural. Que pase esto, que pase aquello, mientras el flautista sigue tocando y los pueblos, ahogándose. Las grandes dictaduras nacen de una flauta, de una ilusión, de un encanto del momento. Y después decimos «qué lástima, nos ahogamos todos». Reitero, me gusta esta imagen del flautista de Hamelin. Claro, queda ese ahogar ratones
-¿Cuál es el riesgo de estas identidades únicas o pensamientos únicos?
-F: Que anula la riqueza humana. El pensamiento único destierra la riqueza humana. Y la riqueza humana tiene que contemplar tres realidades, tres lenguajes: de la cabeza, del corazón y de las manos. De tal manera que uno piense lo que sienta y lo que hace, sienta lo que piensa y lo que hace y haga lo que piensa y sienta. Esa es la armonía humana. Si a uno le falta alguno de estos tres lenguajes, hay un desequilibrio tal que lo lleva al sentimiento único, al pragmatismo único o al pensamiento único. Son traiciones a la humanidad.
-La austeridad es una práctica habitual en su vida. Es una convicción, ¿y también un mensaje?
-F: Bueno, la austeridad en sí misma no existe. Existen hombres y mujeres austeros. ¿Y qué es eso? Alguien que vive de su trabajo, que tiene una cultura y la sabe expresar, y que sabe caminar adelante contagiando austeridad. En la cultura de lo fácil, de la coima y de tantos escapismos, es muy difícil hablar de austeridad. La austeridad se enseña con el trabajo. El austero no vive de arriba. Lo que unge a una persona de austeridad es su trabajo, su compromiso, su ganarse el pan con el sudor de su frente, así sea un sudor material o intelectual. Es importante concebir el trabajo como algo inherente a la persona humana. La vagancia es una enfermedad social. Incluso están los vagos ricos, los que viven a costilla de los demás sin pensar en un bienestar común. La pereza y la vagancia son muy traicioneras porque alimenta toda esta viveza de aprovechar para mí, a costilla de los demás. Por eso, una persona que trabaja, trabaje donde trabaje, asume dignidad.
Un problema es la falta de dignidad cuando se va imponiendo la cultura del derroche, del pasarla bien, de la explotación y de no trabajar. Ahí pierde dignidad la persona. Una persona es digna si se gana su pan y cuida de la gente.
-Usted extiende la cultura del trabajo a fronteras más amplias. ¿Qué sería hoy el trabajo en un mundo desigual y sin posibilidades para muchos?
-F: Vuelvo a lo mismo, lo que te unge digno es el trabajo. Ahora, la traición más grande a este camino de dignidad es la explotación. No de la tierra para que produzca más, sino la explotación del trabajador. Explotar a la gente es uno de los pecados más graves. Y explotarla para provecho propio. Tengo datos sobre la explotación laboral en el mundo que son muy grandes. Y es muy duro eso. El trabajo te confiere dignidad y de ahí que el trabajador tiene derechos concretos. Quien lo contrata para trabajar tiene que proveer servicios sociales, que son parte del derecho. El trabajo es con derechos o es esclavo.
-Hay quienes piensan que las legislaciones laborales son el principal escollo en la generación de empleo y el aumento de la productividad. Y hay líderes políticos, en distintos países, que basan sus promesas de campaña en acabar con los derechos conquistados
Cuando un trabajador no tiene derechos o se lo contrata por poco tiempo para ir cambiándolos y no pagar aportes, se lo convierte en esclavo y uno se transforma en verdugo. Verdugo no es solamente aquel que mata a una persona, sino también el que explota a una persona. Tenemos que tener conciencia de esto. A veces cuando me escuchan decir las cosas que escribí en las encíclicas sociales, dicen que el Papa es comunista. No es así. El Papa agarra el Evangelio y dice lo que dice el Evangelio. Ya en el Antiguo Testamento, el derecho hebreo pedía que se cuidara a la viuda, al huérfano y al extranjero. Si una sociedad cumple estas tres cosas anda fenómeno. Porque se hace cargo de situaciones límites de la sociedad. Y si se hace cargo de las situaciones límites, lo hará con las otras también.
Cuando se empieza a contratar en negro para no pagar los aportes y negociar el futuro de esa gente a la esclavitud, ahí empieza a enfermarse el trabajo. Y en vez de dar dignidad, el trabajo confiere esclavitud. Tenemos que ser muy atentos a esto. Y aclaro que no soy comunista como dicen algunos. El Papa sigue el Evangelio.
– ¿Cómo observa este acelerado desarrollo tecnológico, incluida la Inteligencia Artificial, y cómo cree que puede manejarse desde un punto de vista más humano?
-F: Me gusta el adjetivo «acelerado». Cuando algo es acelerado me causa preocupación, porque no tiene tiempo de asentarse. Cuando miramos desde la revolución industrial hasta el año 50 del siglo pasado, vemos un desarrollo no acelerado donde hubo mecanismos de control y ayuda. Cuando los cambios vienen acelerados, no tienen tiempo suficiente los mecanismos de asimilación, terminamos siendo esclavos. Y es tan peligroso ser esclavo de una persona o un trabajo, como ser esclavo de una cultura. La pauta de un progreso cultural, entre ellos la inteligencia artificial, es la capacidad que tenga el hombre y la mujer de manejarlo, asimilarlo y regirlo. O sea, el hombre y la mujer son señores de la Creación, y en eso no hay que claudicar. El señorío de la persona sobre cualquier cosa. El cambio científico serio es progreso. Hay que estar abierto a eso.
-Francisco, entre las guerras y conflictos usted apela a un concepto nuevo: el de seguridad integral. ¿En qué consiste esta idea global?
-F: Uno no puede lograr una seguridad parcial, de un país, si no es una seguridad integral, de todos. Uno no puede hablar de una seguridad social si no hay una seguridad universal, o que esté en proceso de universalizarse. Creo que el diálogo no puede ser solo nacionalista, es universal, sobre todo hoy día con todas las facilidades que hay para comunicarse. Por eso hablo de diálogo universal, de armonía universal, de encuentro universal. Y claro, el enemigo de esto es la guerra. Desde que terminó la Segunda Guerra Mundial hasta ahora, hubo guerras en todos lados. Fue lo que me llevó a decir que estamos viviendo una guerra mundial a pedacitos. Ahora nos damos cuenta porque se acercó esta guerra mundial.
-¿Cuáles son las situaciones que propician o favorecen las guerras?
-F: La explotación es uno de los orígenes de la guerra. El otro origen es de tipo geopolítico del dominio de territorio. Hay guerras que parecen infinitas, que nacen por motivos culturales, pero en el fondo son por dominio de territorio. Myanmar, por ejemplo, es una guerra que lleva años y años, donde un pueblo musulmán, los rohingyas, está sufriendo persecuciones desde hace años y años por un dominio de tipo elitista, como de humanidad superior. Yo creo también que las guerras son fomentadas por las dictaduras. Hay dictaduras declaradas, encontramos muchas en el mundo, y otras que no son declaradas, pero tienen el poder de una dictadura.
-¿Cree que unir nuestras conciencias, más allá de las diferencias que podamos tener tanto a nivel religioso como político, es un inicio en la construcción de la paz y el bien común?
F: Sí, absolutamente sí, pero con una condición: que se tenga conciencia de la propia identidad. Uno no puede dialogar con otro si no tiene conciencia desde dónde. Cuando dos identidades conscientes se encuentran, pueden dialogar y dar pasos hacia un acuerdo, al progreso, al caminar juntos. Pero si uno no tiene conciencia de la propia identidad, asume lo que le parece y en el fondo traiciona la cultura de su pueblo, de su país, de su familia. La conciencia de la identidad es muy importante para el diálogo. Si yo, como católico, tengo que hablar con alguien de otra religión, tengo que tener conciencia que soy católico en serio, y que el otro tiene todo el derecho a su religión. Pero si no tengo conciencia de mi propia identidad no voy a dialogar y voy a reírme de todo, a vender todo, a disimular todo. No tendría una consistencia verdadera.
-Se está llevando a cabo el Sínodo 2023, en un contexto en el que usted ha definido a esta época no por sus cambios sino, fundamentalmente, como un cambio de época. ¿Cómo se adapta la Iglesia a esta realidad? ¿Qué Iglesia se necesita para estos tiempos?
-Francisco: Desde los inicios del Concilio Vaticano II, Juan XXIII tuvo una percepción muy clara: la Iglesia tenía que cambiar. Pablo VI coincidió y continuó, al igual que los Papas que los sucedieron. No se trata solamente de cambiar de moda, se trata de un cambio de crecimiento y en favor de la dignidad de las personas. Y ahí está la progresión teológica, de la teología moral y todas las ciencias eclesiásticas, incluso la interpretación de las escrituras, que han ido progresando de acuerdo al sentir de la Iglesia. Siempre en armonía. Las rupturas no son buenas. O se progresa por desarrollo o terminamos mal. Las rupturas te dejan fuera de la savia de un desarrollo. Me gusta usar esa imagen del árbol y sus raíces. La raíz recibe toda la humedad de la tierra y la tira para arriba a través del tronco. Cuando uno se separa de eso, termina seco y sin tradición. Tradición en el buen sentido de la palabra. Todos tenemos una tradición, todos tenemos una familia, todos nacimos con la cultura de un país, una cultura política. Todos tenemos una tradición de la cual debemos hacernos cargo.
– Usted plantea una complementariedad entre la tradición y el progreso.
-F: El progreso es necesario y la Iglesia tiene que insertar estas novedades con una reflexión muy seria desde un punto de vista humano. «Nada humano me es ajeno» dice el pensador griego Publio Terencio Africano. La Iglesia toma en su mano lo humano. Dios se hizo hombre, no se hizo teoría filosófica. La humanidad es algo consagrado por Dios. O sea, todo lo que es humano tiene que ser asumido y el progreso tiene que ser humano, en armonía con la humanidad. En la década del ´60 los holandeses inventaron la palabra «rapidación», que era mucho más que una aceleración. Bueno, en esta rapidación de los conocimientos científicos la Iglesia tiene que estar muy atenta y con sus pensadores en diálogo. Y subrayo esto: se debe dialogar con todo progreso científico. La Iglesia tiene que dialogar con todos, pero desde su identidad, no desde una identidad prestada.
– ¿Cómo se resuelve la tensión entre cambiar y no perder parte de su esencia?
-F: La Iglesia, a través del diálogo y la consideración de los nuevos desafíos, ha cambiado muchas cosas. Incluso, en cuestiones culturales. O, por ejemplo, en lo referido a la vida de un Papa. Que un Papa dieta entrevistas como esta no eta muy común al final del Concilio Vaticano I. En un siglo y medio ha cambiado una barbaridad, pero siempre en una línea. Hay un teólogo del siglo IV que decía que los cambios en la Iglesia tienen que tener tres condiciones para que sean verdaderos: que se consoliden, que crezcan y que se sublimen con los años. Es una definición de Vicente de Lerins, muy inspiradora. La Iglesia tiene que cambiar, pensamos cómo cambió desde el Concilio hasta ahora y cómo tiene que seguir cambiando en la modalidad, en el modo de proponer una verdad que no cambia. O sea, la revelación de Jesucristo no cambia, el dogma de la Iglesia no cambia, pero crece, se desarrolla y se sublima como la savia de un árbol. El que no está en esta vía es uno que da un paso atrás y se encierra en sí mismo. Los cambios en la Iglesia se dan en este flujo de identidad de la Iglesia. Y tiene que ir cambiando a medida que los desafíos le vayan presentando cosas. De ahí que el núcleo de su cambio sea esencialmente pastoral, sin renegar de lo esencial de la Iglesia.
-¿Es difícil ser el representante de Dios en esta Tierra y en este momento?
-F: Voy a hacer una herejía. Todos somos representantes de Dios. Todos los creyentes tenemos que dar testimonio de lo que creemos y, en ese sentido, todos somos representantes de Dios. Es verdad que el Papa es un representante de Dios privilegiado, y tengo que dar testimonio de una coherencia interior, de la verdad de la Iglesia, y de la pastoralidad de la Iglesia, es decir, de la Iglesia que siempre va con las puertas abiertas a los demás.
– Francisco, ¿cómo es su relación con Dios?
F: Pregúntale a él (mira para arriba y sonríe). Creo que es una imagen, pero hay mucho de verdad: conservo mucho de mi piedad de chico. A mí me enseñó a rezar mi abuela y conservo mucho esa piedad simple, de rezar, de pedir y, como decimos en Argentina, de la Fe del carbonero. Cuando rezo no soy complicado. Incluso, alguno podrá decir que tengo una espiritualidad anticuada. Puede ser. En ese sentido, hay como un hilo conductor desde la niñez hasta ahora. La conciencia religiosa ha crecido mucho, es otra cosa, ha madurado, pero el modo de expresarme con Dios siempre es sencillo. No me sale ser complicado. A veces digo (mira hacia arriba) «arreglá vos este asunto porque yo no puedo». Y le pido la intersección a la Virgen, a los santos, para que me ayuden. Y cuando hay que tomar una decisión, antes siempre está el pedido… la luz de arriba, ¿no? Pero el Señor es un buen amigo, me trata bien. Me cuida mucho, como nos cuida a todos. Tenemos que pescar cómo nos cuida, a cada uno nos cuida con nuestro estilo. Eso es muy lindo.
-¿Y a veces uno se enoja con Dios?
-F: No, me enojo con los demás. Por ahí le protesto alguna vez, pero sé que me está esperando siempre. Cuando meto la pata o cuando me enojo injustamente con alguien. Pero nunca me reprocha. En el diálogo que tengo con el Señor, el reproche siempre es caricia. Hoy leía el capítulo 11 del profeta Oseas donde habla de esa caricia, de ese amor de Dios para cada uno de nosotros como si fuéramos esa imagen de la ovejita que la lleva sobre sus hombros. Las tres cualidades de Dios, las más contundentes, son cercanía, misericordia y ternura. Dios es cercano. Dios es misericordioso, nos perdona todo y nos tiene una paciencia impresionante. Y es tierno, esa cosa delicada de Dios aún en las pruebas difíciles. Así lo vivo yo.
– Usted sonríe, ríe, muestra un gran sentido del humor. ¿Qué cosas lo divierten? El sentido del humor es un certificado de sanidad.
-F: Desde hace más de cuarenta años, rezo todos los días la oración para pedir el sentido del humor, de Santo Tomás Moro, un grande. Esa oración la puse en la nota 101 del «Gaudete et exsultate» (NdR: exhortación «Sobre el llamado a la santidad en el mundo actual», de marzo de 2018), por si alguien la quiere ver. En ella se pide al Señor la capacidad de reír, de ver el lado ridículo de las cosas, de saber ver que la vida tiene algo de sonrisa siempre. Empieza la oración muy linda: «Dame señor una buena digestión y algo para digerir». Ya empieza con sentido del humor. Y eso me gusta porque el sentido del humor humaniza. La gente que no tiene sentido del humor es aburrida.
– Muy aburrida.
-F: Incluso aburrida consigo misma. En mi trabajo sacerdotal me pasó de aconsejar alguna vez a alguna persona, que se mire al espejo para reírse de sí mismo. Les cuesta horrores porque les falta esa capacidad del humor. Bueno, estas cosas no son muy dogmáticas que digamos. Es un poco de sabiduría de vida que me enseñaron y yo trato de ayudar a los demás con eso.
– Los miedos son inherentes a la condición humana. Sin embargo, usted, como Sumo Pontífice, suele transmitir una paz contenedora. ¿De vez en cuando lo asalta algún miedo?
-F: Sí, porque sé que si me equivoco en alguna cosa, mi ejemplo va a hacer daño a mucha gente. Por eso hay algunas decisiones que las pongo en la incubadora para que el tiempo las vaya madurando. Hay otras que las someto a un sínodo para que sea toda la Iglesia la que se exprese.
-¿Alguna vez pensó que íbamos a tener un Papa argentino?
-F: En su momento se hablaba mucho de Pironio (Nota de la R.: Eduardo Francisco, Cardenal obispo de la Iglesia Católica). Recuerdo que su figura la hacía antipática una rama del episcopado argentino, cerrada y tradicionalista, que planteaba que su designación podía hacerle daño a la Iglesia. Fue el que inventó las jornadas de la juventud hizo tanto bien a la Iglesia. Y se hablaba de él como posible Papa. O sea, que la idea de un Papa argentino la teníamos con Pironio. Después no se dio por la coyuntura, murió de cáncer… Y ahora está por salir el estudio sobre un milagro de él y si Dios quiere, hacia fin de año puede ser declarado beato.
– Como profeta de la esperanza, ¿qué nos puede decir para alimentarla?
-F: La esperanza es la virtud humilde, la de todos los días, a la que le damos menos importancia. Siempre hablamos de la fe, la caridad y el amor. Y la esperanza es la de la cocina, pero precisamente porque es la de la cocina es la de todos los días. No solo no hay que perder la esperanza, sino que hay que cultivarla. Hacernos un corazón esperanzador, un corazón con esperanza. ¡Es tan fecunda la esperanza! Un poeta la llamaba la virtud humilde. No podemos vivir sin esperanza. Si cortáramos las pequeñas esperanzas de cada día, perderíamos la identidad. No nos damos cuenta de que vivimos de esperanzas. Y la esperanza teologal es muy humilde, pero es la que sazona los condimentos cotidianos. No es una huida pensar que quizás mañana va a ser mejor. Es otra cosa.
– Me gustó mucho una apreciación sobre usted que circuló estos días en Argentina: «Papa Francisco, el profeta de la dignidad humana. Gracias, como siempre.
-F: Recen por mí, por favor. Pero recen a favor, no en contra.