
Desde los ondulantes bancos del Park Güell que diseñó Gaudí, Barcelona se apodera sensorialmente de quien se asoma a ella. La «gran hechicera», como la llamó el crítico de arte Robert Hugues, espera abajo con el cartesianismo del Eixample y el ondeante Mediterráneo. Entre ambos acunan a la fundacional Barcino romana y al barrio Gótico, desparramado alrededor de la catedral en un laberinto de plazas y calles que desembocan frente al mar. Si corremos la imaginaria cortina de la distancia desde esta cima nos queda descender prestando atención a las tres grandes Barcelonas: la gótica, la modernista y la contemporánea. Para ello, nada mejor que caminar con lentitud. «Soy peatón, nada más», decía Rimbaud. Con esa actitud recorremos primero el Park Güell, obra cumbre del arquitecto más importante que haya tenido Barcelona, escenografía de novelas, películas, vivencias y excursiones de colegio.
Fuente: revista Viajes National Geographic
Travesuras en el Park Güell

Imposible olvidar a la Colometa y al Quimet de Mercè Rodoreda, que jugaban a esconderse en la sala de las mil columnas durante su noviazgo en La Plaça del Diamant.A nadie se le escapa la colorida belleza imperfecta del trencadís de los asientos que moldean la Plaza de la Naturaleza, ni tampoco los pabellones, la escalinata y los dragones que dan forma a las fuentes. Este parque concebido como urbanización entre 1900 y 1914 no se inauguró como espacio público hasta 1926. Fue un encargo del industrial Eusebi Güell (su amigo y mecenas) y concentra todas las virtudes de Gaudí para refinar un modernismo de inspiración orgánica. Gaudí nos recuerda que tuvimos un genio que parecía improvisar y da la razón a Goethe cuando dijo que «la arquitectura es música congelada».
Tras obras iniciáticas como la Casa Vicenç o el Palau Güell, el arquitecto dio rienda suelta a su talento y puso en práctica innovadoras soluciones estructurales que determinarían su estilo y que culminaría en el sueño eterno de la Sagrada Familia, que ha devenido uno de los iconos por los que suspira toda capital. En tiempos de Gaudí, el poeta Joan Maragall escribió «Oh, feliz la ciudad que tiene una montaña al lado, pues podrá contemplarse a sí misma desde la altura».
Desde el Carmel hasta Gràcia

Las alturas de Barcelona son generosas y, para muestra, dos colinas imprescindibles: la montaña de Montjuïc y la del Tibidabo, a las que se suma el Turó de la Rovira, donde se hallan los búnkeres. Este insólito palco nos remite al escritor Juan Marsé, que al inicio de su obra maestra ambientada en este barrio y titulada Últimas tardes con Teresa narraba así las vistas que observaba Manolo, el Pijoaparte: «Desde la cumbre del Monte Carmelo y al amanecer hay ocasión de ver surgir una ciudad desconocida bajo la niebla distante, casi soñada».
En ese privilegiado mirador es posible ganar la tarde viendo cómo el sol se desangra y su luz raya en rojo los confines de un mar que nos recuerda el aura cosmopolita y fronteriza de Barcelona, una ciudad que supo abrirse al Mediterráneo y desplegarse al mundo a partir de 1992, y cuyo nombre resuena en cualquier rincón del planeta.

Si descendemos atravesando el popular barrio de Gràcia, pasearemos entre la tradición de sus plazas (del Diamant, del Sol, de la Revolució, de Rius i Taulet…) y sus bodegas (Bar Quimet, Café Canigó), así como la vanguardia de sus nuevos comercios (Heladería Morreig en la calle Verdi, la tienda de ropa Boo en la calle Bonavista) o el hotel Casa Fuster. Antes de adentrarnos en el elegante Passeig de Gràcia, conviene hacer un alto en el camino y visitar otra seña de identidad como es el restaurante Il Giardinetto.
Esta joya de la arquitectura del movimiento Moderno concebida por Federico Correa y Alfonso Milà es un jardín en mitad de la urbe, de inspiración tan orgánica que hubiera encandilado al propio Gaudí. Al igual que la vecina Tortillería Flash Flash, emblema del diseño de los años 70 que nunca pasará de moda. Este remanso de paz fue ideado por el fotógrafo y publicista barcelonés Leopoldo Pomés y es uno de esos contados restaurantes en los que aún reina la clientela local.
LA MAJESTUOSIDAD DEL PASSEIG DE GRÀCIA

El Passeig de Gràcia daría para escribir un libro de historia. En esta distinguida pasarela inaugurada hace dos siglos conviven tesoros modernistas, propuestas contemporáneas como el edificio Suites Avenue (homenaje a Gaudí del Pritzker japonés Toyo Ito), emblemas del lujo textil como Santa Eulàlia o Bel, iconos como el Hotel Majestic o la insuperable fachada que proyectó Josep Lluís Sert para la Joyería Roca en el número 18. Esta última nos habla de cuando en los años 1930 la cultura y el arte catalanes iniciaron un proceso de internacionalización a través de un diseño contemporáneo que ya no tuvo retorno.
Tan intensa es la vinculación entre Barcelona y las artes aplicadas que se percibe incluso en el pavimento, donde vemos, sobre todo en las aceras del paseo de Gràcia, la convivencia del famoso panot con la flor de cuatro pétalos que engalana el suelo del Eixample y la loseta con diseño del propio Gaudí. ¿Puede haber mejor representación de la tradición genuina de la ciudad en las artes decorativas y en el diseño? La amplitud generosa de las aceras resulta amable con el paseante de día y de noche. Su descenso activa la nostalgia de quien lo ha vivido desde siempre –cuando hubo un Drugstore, un Bulevard Rosa o una tienda Vinçon– y despierta la admiración innegociable del que lo ve por vez primera.

Gaudí alcanzó la perfección en la depurada Pedrera o Casa Milà, su obra más austera y quizás por ello la más conseguida. Como hace con las olas del mar, el viento ondula la fachada otorgándole un envidiable matiz de ingravidez. Cuatro calles más abajo, junto a la Casa Batlló –otra icónica postal aportada por Gaudí– luce la joya modernista de Puig i Cadafalch: la Casa Amatller. Proyectada entre 1898 y 1900, dialoga perfectamente con otra obra modernista, en este caso de Lluís Domènech i Montaner y situada a escasos metros, en la esquina con Consell de Cent: la Casa Lleó Morera, cuyo artesonado original rescatado en los techos durante la renovación del interior sigue deslumbrando.
Qué duda cabe de que la plaza de Catalunya, que muchos consideran aún el centro neurálgico de la ciudad, es la mejor puerta de entrada a ese paseo popular, culto, libre, multicultural e inimitable que son Las Ramblas. Así, en plural, porque en realidad es una pasarela conformada por cinco ramblas: Santa Mònica, Caputxins, Sant Josep, Estudis y Canaletes. Maravillosa metáfora de los vaivenes emocionales y de las curvas de la vida, su trazado irregular seguía una de las murallas de la ciudad y era el último tramo de la riera d’en Mallà. Según cuenta Carlos Zanón en su libro de viajes Barcelona (Tintablanca, 2020), la expansión demográfica medieval lo convirtió en camino de ronda y, desde el siglo XV, en lugar ideal para mercado y paseo.
Viaje a la Barcelona más antigua

Las olas dibujadas en el terrazo gris remiten al mar hacia el que se avanza. Cuando Federico García Lorca visitó Barcelona a inicios de los años 30, escribió: «esta es la calle donde viven juntas a la vez las cuatro estaciones, la única de la tierra que yo desearía no se acabara nunca, rica en sonidos, abundante en brisas, hermosa de encuentros, antigua de sangre: la Rambla de Barcelona». Definía, además, la concentración de floristerías como «puestos de alegría entre los árboles» y enaltecía a esas floristas que ayudan a salir al sol y colocan esas flores que –como cantaba Miquel Porter– «si en verano no las venden, las venderán en invierno».
A ambos lados de las Ramblas se abren plazas como la del Duque de Medinaceli o la Plaça Reial, una de las más significativas de la ciudad, y también un mercado altamente fotogénico, el de Sant Josep o de la Boqueria, la «catedral de los sentidos», según Vazquez Montalbán. Ahí está el Palau de la Virreina, un edificio barroco del siglo XVIII transformado en un centro cultural de la imagen. Hay que detenerse ante el mosaico de Joan Miró que decora el pavimento en el centro de las Ramblas, entrar en el Café de la Ópera y, como la inercia indica, enfrente, pasar una velada en ese templo musical que es el Gran Teatre del Liceu.

Un par de estaciones de metro lo separan de otro magnífico escenario musical: el Palau de la Música Catalana, de Lluís Domènech i Montaner. Obra emblemática del modernismo, fue levantado entre 1905 y 1908 como sede del Orfeó Català y es una de las pocas salas de conciertos declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. La decoración de la sala principal contiene todos los elementos que caracterizan al modernismo catalán: motivos florales, palmeras, frutas… además de referencias artísticas ineludibles como las musas del escenario, las valquirias wagnerianas y un busto de Beethoven.
No lejos del Palau, ya en el corazón del Barri Gòtic y abierto desde 1897, se halla el mítico restaurante Els Quatre Gats, otra obra de Puig i Cadafalch. Antaño refugio de la bohemia por el que pasaron artistas como Pablo Picasso, Isidre Nonell o Ramon Casas, es hoy un reclamo turístico que nos habla desde su mise en place de la capacidad transformadora de la cultura y de la suculencia de la gastronomía catalana.

Cerca queda el barrio del Born, con su literaria iglesia de Santa Maria del Mar como referente. Esta obra maestra del gótico se levantó en solo 50 años –algo insólito en la época– gracias a la ayuda de los vecinos. La epopeya de su construcción ha hecho correr ríos de tinta, pues competía con la catedral, noble, monárquica, arraigada al alto clero, y tenía que ser refugio de los habitantes de la Ribera. Al otro lado del barrio se abre el Centro de Cultura y Memoria del Born, que bajo la estructura de hierro del antiguo mercado del Born (de 1876) conserva vestigios de la ciudad sitiada y arrasada por Felipe V entre 1713 y 1714, y cuyo trágico final se conmemora cada 11 de septiembre. La Exposición Universal de 1888 surgió como superación moral y arquitectónica de aquella derrota con pabellones modernistas y un magnífico Arco de Triunfo.

Para una correcta inmersión en la degradación de sombras del Barrio Gótico conviene saber que estamos en el perímetro más antiguo, donde hace más de dos mil años floreció la romana Barcino con su cardus reconocible en la actual calle de la Llibreteria, su decumanus en la calle de la Ciutat y su foro en la plaza de Sant Jaume. A los habitantes de aquella remota Barcelona se les llamaba layetanos, de ahí el nombre de la Via Laietana, que baja hasta el Paseo Marítimo y el Moll de la Fusta. El subsuelo del Museu d’Història de Barcelona en la Plaça del Rei (bajo el Palau Reial Major) conserva vestigios que explican la evolución de la ciudad. Su visita transcurre del siglo I a.C. a la Barchinona visigótica del VII y, claro está, a la urbe medieval del XIII.
Brujulear el barrio Gótico equivale a rastrear la esencia de Barcelona. Alrededor de la catedral se suceden callejuelas del antiguo barrio judío, el Call, un entramado de calles estrechas propicias para el comercio y para los oficios. También hay plazas escondidas, algunas fascinantes como la de San Felip Neri, sin duda una de las más hermosas, en la que el silencio cambia de tonalidad y se acerca a la pureza.

Aquella Barcino evolucionó a la Barcelona medieval y por impulso de reyes y condes como Ramón Berenguer IV –por algo se la conoce como la Ciudad Condal– se posicionó como una pujante ciudad de la Europa cristiana. La explosión del gótico culminó en la catedral –la fachada se finalizó en el siglo XX– y en lo que hoy son los palacios del Ayuntamiento y la Generalitat, que se miran frente a frente en Sant Jaume. A la izquierda de la catedral se encuentra la Plaça Nova con el Portal del Bisbe –la Puerta Praetoria romana–, de ahí que destaquen en rojo las letras que configuran la palabra Barcino. Enfrente, el colegio de Arquitectos luce un friso de Picasso.
Una de las postales más significativas de Barcelona la encontramos en el Pont del Bisbe, un puente elevado que une el Palacio de la Generalitat y la Casa dels Canonges. Fue obra de Joan Rubió, alumno de Gaudí, y data de 1928. Para una amplia mayoría en un principio resultó incomprensible la necesidad de unir ambos bloques góticos por medio de un balcón de piedra. Tanto fue así que el suizo Le Corbusier, en su visita a la ciudad en 1930, clamó al cielo diciendo «¿Cómo es posible que en mitad de vuestro admirable gótico haya podido surgir ese puente florido, nuevo y podrido?». Con el tiempo, como ocurrió con todo el modernismo, devino el emblema más fotografiado.
Si se hiciera una lista de las plazas más impactantes de Barcelona uno de los primeros puestos sería para la Plaça del Rei. Este rincón –nunca mejor dicho–, con las escaleras que suben a la puerta del Palau Reial Major, a su magnífico y gótico Saló del Tinell y a la torre del rey Martí (siglos XI y XIII), es uno de los que mejor representa la ciudad noble. Al lado se halla el Palau del Lloctinent, que alojó el Archivo de la Corona de Aragón.
Por el Raval hasta Montjuic

En el Raval, territorio leído y vivido en las novelas de Vázquez Montalbán, pues fue su mundo propio y donde mejor faenaba su detective Pepe Carvalho, llama la atención el edificio del MACBA. La sede del Museo de Arte Contemporáneo representa arquitectónicamente a la Barcelona contemporánea, junto con la Torre Glòries de Jean Nouvel, el Museo de Historia Natural de Herzog & de Meuron, la cubierta ondulada del Mercado de Santa Caterina, de Enric Miralles y Benedetta Tagliabue, y el nuevo Mercado de los Encants, del estudio B720. En el MACBA, combinando hormigón con aluminio blanco y vidrio, el arquitecto norteamericano Richard Meier llevó a cabo su particular revisión del racionalismo.
Atravesamos el popular barrio del Raval para llegar al de Sant Antoni, cuyo mercado –inaugurado en 1882 con el plan Cerdà– aún hoy articula el día a día de sus habitantes. Este es un barrio que mezcla como ninguno la tradición y la modernidad en calles peatonales que favorecen el paseo y el hedonismo en restaurantes como Maleducat, el que mejor ha refinado el concepto mar i muntanya.

Desde Sant Antoni a la avenida del Paral·lel, lo que fue el Broadway barcelonés, apenas hay cien metros. Estamos en la antesala de la montaña de Montjuïc, donde el gran arquitecto Josep Lluís Sert proyectó para su amigo Joan Miró el edificio de su fundación. El conjunto refleja el recuerdo de los primeros viajes a Ibiza y a Grecia de Sert con una armónica composición volumétrica, una extraordinaria sencillez expresiva y la alegría de los colores primarios aportados por el pintor. La Fundació Miró y el Museo Nacional d’Art de Catalunya (MNAC) –referente del arte medieval– son un faro del conocimiento en un cerro que tiene algo de sagrado y que, en 1929, se llenó de palacios, jardines y fuentes ornamentales en ocasión de la otra Exposición Internacional que acogió la ciudad.
Pero hay mucho más que hacer en esta montaña que busca permanentemente el diálogo con la naturaleza. Hay el Estadio Olímpico de 1929 –renovado para las Olimpiadas de 1992–, hay el Poble Espanyol e incluso un Jardín Botánico que tapiza la ladera asomada al puerto. Si iniciamos esta ruta desde la colina del Park Güell viendo el mar a lo lejos, ahora, para concluir, qué mejor que verlo tan de cerca, sintiendo su inmensidad hacia el horizonte.