¿Puede una ciudad convertirse en influencer? La respuesta es sí, y muchas ya lo están intentando. Pero el precio a pagar por la visibilidad global puede ser alto. En su libro Ciudad clickbait, el periodista y urbanista Vicent Molins analiza cómo las ciudades se transforman en productos de consumo, sacrificando identidad y habitabilidad en pos de una estética instagramable.
El fenómeno no es nuevo, pero se ha intensificado con las redes sociales y el turismo experiencial. Ya no basta con ser histórica o culturalmente relevante: ahora hay que ser “fotogénica”. Aparecer en listados de “10 lugares que ver antes de morir” se volvió una prioridad de las oficinas de turismo, y con ello llegaron las peatonalizaciones forzadas, los murales decorativos, los food trucks y la gentrificación.
Molins advierte que este modelo puede generar un espejismo de prosperidad. Las ciudades “marca” atraen inversiones, pero también elevan el precio del suelo, expulsan a los vecinos y deterioran los vínculos comunitarios. Lo que debería ser hospitalidad se convierte en espectáculo.
En esa lógica, la ciudad deja de ser un espacio de vida y se convierte en un escenario. La ciudadanía pasa a ser figurante. Los barrios se tematizan como si fueran parques de diversiones. Y lo que se pierde en ese camino es la complejidad, la diversidad y, sobre todo, la autenticidad.