Mirando el mar Tirreno desde una de las terrazas de Amalfi no se puede negar que Renato Fucini, poeta y escritor de principios del siglo xx, acertara con su descripción de este rincón del sudoeste de Italia. Es probable que Fucini hiciera esta declaración mientras contemplaba el contraste de las casas color pastel de Amalfi con el azul del mar, admirado ante el relajado faenar de los pescadores. O quizá lo cautivara el Claustro del Paraíso de la Catedral de San Andrés, el patrono local; cruzar sus arcos trenzados, sostenidos por 120 columnas de estilo oriental, hace que el tiempo se cristalice en una burbuja de paz y silencio.

Al salir del Duomo –cuidado con subir por las escaleras cogidos de la mano de la propia pareja, pues cuenta la leyenda que, si se hace, no habrá boda nunca– y dejando atrás su espléndida fachada con un mosaico de Cristo entre los evangelistas, abandonamos el silencio del claustro para descubrir el carácter más auténtico de Amalfi perdiéndonos por sus calles.

El centro antiguo es un pequeño laberinto que rebosa historias sobre la poderosa república marítima que dio fama a la ciudad en tiempos medievales. Tal vez el lugar que reúna más referencias a aquel pasado glorioso sea el Museo del Arsenal, un astillero que conserva su estructura medieval y que ha sido transformado en un espacio de exposiciones. Para quienes busquen curiosidades, recomiendo el Museo del Papel, que muestra cómo se fabricaba este material en los siglos xii y xiii.

O el Valle de los Molinos, a apenas 15 minutos del centro de Amalfi, un enclave que reúne un extraordinario conjunto de antiguos molinos de agua, intercalados con las pequeñas cascadas que forma el torrente Canneto.

Para contemplar las mejores panorámicas, no hay duda, hay que subir a la Torre dello Ziro. Si tenemos la suerte de visitarla un día de tormenta, con las olas que rompen en el acantilado escarpado sobre el que reposa la ciudad de Amalfi, la atmósfera será digna del más emocionante de los cuentos de marineros.

EL RAVELLO DE ESCHER
Cobijada en el costado sur de la península sorrentina, a 60 km de Nápoles y asomada al luminoso golfo de Salerno, la Costa Amalfitana reserva infinidad de joyas por descubrir. Al salir de Amalfi, los primeros pueblos que aparecen en la ruta son Atrani y, subiendo por un recorrido de unos tres kilómetros, Ravello. Los amantes del arte querrán echar un vistazo a las calles de estas dos localidades en las cuales, junto con Amalfi, entre 1922 y 1936 el artista holandés Maurits Cornelis Escher encontró inspiración para sus dibujos y grabados. De hecho fue justo en Atrani donde Escher conoció a su mujer, Jetta Umiker.

Existen rutas turísticas de los tres pueblos que siguen los pasos de Escher y que empiezan o terminan en Ravello. Merece la pena reservar un momento para subir hasta la Terraza del Infinito, desde donde el panorama es tan espléndido que se dice que el mismísimo Eros, el dios griego del amor, lo eligió como punto perfecto para lanzar sus dardos a los enamorados. Lo cierto es que es bastante común encontrar parejas en la Terraza del Infinito. Algunas solamente tienen ojos para ellas mismas, mientras que otras eligen contemplar el panorama. Seguramente su mirada se posará en las torres sarracenas de Minori y Maiori, que mil años atrás protegieron la República Marítima de Amalfi (siglos ix-xi).

En el pueblo de Minori se puede visitar la neoclásica Basílica de Santa Trophimena y luego dejarse llevar por las callecitas del centro histórico, o bien subir hacia la parte alta del pueblo para visitar una villa del siglo i, que constituye un raro ejemplo de segundas residencias romanas. Decorada con frescos y perfectamente conservada, Santa Trophimena forma parte de un recinto arqueológico que abarca más de 2000 m2.

La Costa Amalfitana es uno de los lugares de Italia con más tradición de repostería, y saborear las delicias pasteleras de la zona, como un trozo de tarta con ricotta y peras o un babà al limoncello, se convierte en una experiencia sensorial única. El babà será el preludio perfecto para recorrer el «sendero de los limones», un paseo de unos dos kilómetros en ligera subida que conduce hasta la vecina Maiori a través de terrazze, bancales de cultivo en los que crecen limoneros. El aroma de los cítricos nos envolverá como una caricia.

El encantador pueblo de Minori
Casi al final del camino, la primera señal de que estamos a punto de alcanzar nuestro destino son unos destellos de amarillo y verde: es el color de las piezas de cerámica que recubren la cúpula de la Collegiata de Santa Maria a Mare. Construida en el siglo xiii en la parte alta de Maiori, según la leyenda debe su nombre a la estatua de madera que unos marineros encontraron en la playa. A la misma época pertenece el castillo de San Nicola de Thoro-Plano, una estructura con nueve torres que domina la ciudad entera.

Para disfrutar del mundo clásico, a escasos kilómetros hay un sitio perfecto. Según el mito, Jasón y los cincuenta argonautas partieron en búsqueda del vellocino de oro y, por deseo del dios del viento Eolo, llegaron a la Costa Amalfitana, donde el héroe decidió fundar una ciudad y un templo dedicado a la diosa Hera Argiva. De este modo nació la ciudad de Vietri sul Mare, que según la historia tiene en realidad origen etrusco y surgiría sobre las ruinas de la antigua Marcina.

UNA CERÁMICA PATRIMONIO DE LA HUMANIDAD
Hoy en día, Vietri sul Mare es Patrimonio de la Humanidad y es conocida en toda Italia por su cerámica. El pueblo está repleto de decenas de talleres donde maestros artesanos realizan y pintan a mano toda clase de objetos de decoración, desde vajillas y baldosas hasta mesas y sillas. Pasear por sus calles en invierno, sin el bullicio veraniego, permite conocer la parte más humana de Vietri. Sus habitantes son muy amables, y seguramente este momento del año sea el más apto para que puedan tomarse el tiempo de explicaros algún secreto de la tradición ceramista. También resulta interesante el Museo Provincial de la Cerámica, ubicado en la Villa Guariglia, en las afueras del pueblo, que conserva objetos de los siglos xviii, xix y xx, repartidos entre piezas religiosas, de uso cotidiano y de la época de la invasión alemana.

Dejemos un momento la carretera de la costa para adentrarnos en el interior y empezar a acariciar Salerno. Desde el castillo de Arechi, una fortificación medieval erigida a 300 m sobre el nivel del mar, se puede tener una vista privilegiada sobre la ciudad y el extenso golfo. De hecho el castillo se alza en la cima de la colina Bonadies, que significa «buenos días», ya que al amanecer el sol ilumina primero la punta de este monte.

UN PASEO POR SALERNO
Con la complicidad del buen tiempo que normalmente impera por estos lares incluso en pleno invierno, pasear por la ciudad de Salerno será como saborear la primavera en la punta de la lengua.

El centro histórico de la ciudad se puede visitar tomando como eje su arteria principal, la famosa Via dei Mercanti, una calle de origen medieval donde se erigen algunas iglesias y el Palazzo Pinto.

El Palazzo Pinto aloja la Pinacoteca Provincial y cuenta con un valioso fondo de obras de entre los siglos xv y xviii. Hacia la mitad de la calle surge a la derecha la pequeña Via del Duomo, que sube a la Catedral de Santa Maria degli Angeli, San Matteo y San Gregorio VII. Románica del siglo xi, ha sido modificada varias veces y a la estructura original se le han añadido elementos barrocos, bizantinos y normandos. Merece la pena entrar a visitar la cripta que contiene los restos de san Mateo, una sala de estilo barroco que alberga maravillosos frescos y la estatua bifronte del santo, que ha dado origen al refrán «San Mateo tiene dos caras», referido por extensión a todos los habitantes de la ciudad de Salerno.

No se puede conocer esta ciudad medieval sin visitar el Jardín de Minerva, el Hortus Sanitatis de la Escuela Médica Salernitana. Ya en el siglo xii se utilizaba para cultivar plantas de uso terapéutico que después se destinaban a la escuela de medicina. Actualmente es un jardín botánico, pero su contenido es interpretado según la doble visión moderna y medieval.

Una leyenda de Salerno afirma que los cuatro fundadores de la Escuela Médica se conocieron una noche de tormenta bajo los arcos del acueducto medieval. Formado por dos canales que bajan de las colinas al norte y al este de la ciudad, el acueducto se halla a pocos minutos del Lungomare Trieste, considerado como uno de los paseos marítimos más bellos de Italia, un enclave ideal para disfrutar del mar en Salerno.

A una hora escasa de coche siguiendo la costa, se encuentra la ciudad grecorromana de Paestum, un recinto que alberga dos de los templos griegos mejor conservados del mundo. Si en cambio lo que nos mueve es la gastronomía, en poco menos de media hora estaremos en Battipaglia, el pueblo de la mozzarella de búfala por excelencia. Es recomendable acompañar este manjar con un buen vino de la zona: un Aglianico o un Falanghina. Estas variedades son típicas también de la costa de Amalfi, a la que volvemos para explorar la costa oeste.

DE AMALFI A SORRENTO
Regresamos a Amalfi para descubrir los pueblos y recovecos que se diseminan rumbo hacia la punta de la península sorrentina. La primera población que surge en nuestra ruta es Conca dei Marini, una de las menos conocidas de la Costa Amalfitana. Cuenta la leyenda que, a inicios del siglo xviii, en su monasterio dominico de Santa Rosa se inventó la sfoglia napoletana, una pasta rellena de crema de requesón y fruta confitada que se ha convertido en un icono de la gastronomía campana.

Este pueblo de casas blancas es célebre por su Grotta dello Smeraldo, una cueva que se visita en barca de remo y que desde 1956 tiene una excentricidad bajo sus aguas: un pesebre de cerámica hundido en el fondo. El rincón más fascinante de Conca dei Marini es la Torre Blanca o torre del Capo di Conca. Si bien solo se abre para bodas civiles, convenios y exposiciones, la atmósfera de este baluarte sarraceno, junto con la magia de una tarde de invierno y del acantilado escarpado, es impagable.

Positano, ¿what else?
Al otro lado del promontorio se encuentra la localidad de Positano. Acostumbrados a su imagen de verano, con el mar en calma de un azul intenso y las casas de colores encaramándose por la montaña, nos llevaremos una sorpresa admirándola en invierno. El glamur y el bullicio de la temporada estival han desaparecido y Positano recupera su propio ritmo: en las calles empinadas de piedra resuenan los pasos y las voces, que se mezclan con el rumor de las olas y del viento que acaricia la costa.

SORRENTO: VITAL Y BELLA
La carretera continúa bordeando el litoral, jalonado por una decena de miradores que invitan a contemplar el sensacional panorama. A los 10 km de camino, un desvío se aparta de la costa y se dirige hacia Sorrento, la ciudad que da nombre a la península que cierra el golfo de Nápoles por el sur. Si se prefiere seguir conduciendo con vistas al mar, podemos alcanzar el área protegida de la Punta Campanella, en el punto más extremo de la península, y disfrutar de un atardecer con la isla de Capri en el horizonte.

Sea por una ruta o por otra, la llegada a Sorrento siempre es una agradable sorpresa por sus vistas, su patrimonio y su vitalidad, incluso en los meses más fríos del año. Desde la Villa Comunale, un edificio del siglo xix, se disfruta de una vista sobre el golfo de la ciudad y, a su lado, se puede visitar el Claustro de San Francesco, construido en el siglo xiv. Sin embargo, el enclave más insólito del centro histórico es el Vallone dei Mulini, tras la Piazza Torquato Tasso. Se trata, literalmente, de un valle en el corazón de la ciudad, un barranco con un molino de agua para moler grano, una serrería y un lavadero público. En 1868, la construcción de la plaza Tasso comportó la canalización del torrente y el cierre de su salida al mar. Aunque no se pueda entrar, sí que se puede fotografiar desde lo alto.

El punto neurálgico de la ciudad es la mencionada plaza Tasso. De uno de sus extremos parte el Corso Italia, una larga avenida flanqueada por un sinfín de tiendas de moda, cafés y restaurantes. En la otra punta de la plaza, una antigua puerta griega da paso al barrio marinero de Marina Grande, el sitio perfecto donde disfrutar del atardecer, cuando las luces de la ciudad empiezan a encenderse, tiñéndolo todo de destellos dorados.

El recorrido por la Costiera Sorrentina tiene otra parada de excepción en Vico Equense, un pueblo de origen medieval y vistas magníficas al golfo de Nápoles. Sobre todo desde su iglesia de la Santísima Annunziata (siglo xiv), ubicada sobre un acantilado, a 90 m de altura; se trata del único ejemplo de arquitectura sagrada en estilo gótico de toda la costa sorrentina. A su espalda se extiende el Parque de los Montes Lattari, que abraza la península con sus cimas más altas: Sant’Angelo a Tre Pizzi (1444 m) y el Monte Faito (1131 m). Si dirigimos la vista hacia el norte, se distingue el perfil del volcán Vesubio y se intuye, un poco más al sur, el imponente recinto arqueológico de Pompeya, la ciudad romana que en el 79 d.C. fue devastada y sepultada por la fuerza arrolladora del volcán.

El Parque Nacional del Vesubio cuenta con senderos que pasan por coladas de distintas épocas y una ruta que sube hasta el cráter, a 1270 m. Una vez arriba se podrá visitar el observatorio vulcanológico y sísmico más antiguo del mundo, además de gozar de un panorama único sobre el golfo de Nápoles y la llamada ciudad Partenopea (Nápoles), en recuerdo a una de las sirenas que intentaron encantar a Ulises.