Rodrigo Fresán tiene una nueva novela en las librerías, «El estilo de los elementos», una historia que como la mayoría de sus trabajos explora temas de lectura, escritura, memoria y olvido, ahora mezclados con entresijos de su propia biografía y concentrados en la figura de Land, un personaje que desafía la tradición familiar de ser escritor en un contexto de infancia, exilio y vida que recuerda a la «Rayuela» de Julio Cortázar, una obra que aunque el escritor compró varias veces nunca ha leído, según confiesa, por una razón «supersticiosa».
Al contrario de lo que señalaba Gustave Flaubert cuando decía «Madame Bovary, c’est moi» («Madame Bovary soy yo»), Fresán tiene la necesidad de explicar: «Land no soy yo». Es que el protagonista de su novela «El estilo de los elementos» y su historia se parecen mucho a su autor y a su vida. El libro, recién publicado por Random House, es un auténtico Fresán: epígrafes, citas, referencias, intrigas de lectura, un mundo de bibliotecas e intelectuales y agradecimientos desbordan sus 716 páginas. Pero además hay una historia maravillosa que se desarrolla en tres partes, en tres ciudades: Buenos Aires, Caracas y Barcelona y tres etapas de la vida: la infancia, la adolescencia y la adultez.
En un contexto histórico que representa a toda la clase media de una generación.
Land es un niño que decide no ser escritor. Es hijo de padres editores que de muchas formas quieren que él tenga esa profesión, pero el protagonista solo quiere ser lector. «Hay dos clases de escritores -dice Fresán a Télam-: los escritores que leen y los lectores que escriben». El autor de «Historia Argentina» y «Melvill» explica que él pertenece a la segunda categoría. Los padres de Land (que no son los padres de Fresán) le regalan al niño, en distintos momentos de su infancia, varios ejemplares de «Los elementos del estilo» (un manual en inglés «The Elements of Style», también conocido como el Strunk & White, por el apellido de sus autores). Como vemos Land o Fresán lo invierten para darle título a la novela.
«El estilo de los elementos» es voluminosa y tiene la originalidad que tuvo en su momento «Rayuela» de Julio Cortázar, una de las últimas grandes novelas argentinas. Además comparte varias características con el clásico del autor de «Bestiario», entre ellas haber sido escrita por un escritor argentino radicado en Europa. La trama cuenta la historia «Del Lado de acá» que es la Gran Ciudad III (Barcelona) y del «Lado de allá»: la Gran Ciudad I (Buenos Aires) y la Gran Ciudad II (Caracas). Por las reflexiones metapoéticas del escritor se parece a «Rayuela» por ser una novela lúdica, algo que también recuerda de alguna forma a «Adán Buenosayres», la obra de Leopoldo Marechal. Y aunque el «cronopio» está en la larga lista de agradecidos al final, Fresán explica en la entrevista que no leyó «Rayuela» y da sus razones, así como también explica que de alguna forma agradece no haber terminado la escuela primaria, porque de esta manera su lectura de Borges «no pasó por ningún filtro académico ni por ninguna radiación teórica».
«Por un tema casi supersticioso no tengo que leer ‘Rayuela’, porque tal vez me bloquearía por completo enfrentarme a esa especie de doble involuntario, o como quiera llamarlo. He leído mucho cosas alrededor de la novela pero trato de saber lo menos posible, sé lo de los capítulos desordenados, obviamente, sé lo de acá y lo de allá, alguna vez me explicaron lo del tablón (sic), que no sé muy bien lo que es», explica Fresán en la entrevista.
-En «El estilo de los elementos» el protagonista decide no ser escritor, pero cuando finge ir a la escuela va a un centro comercial a leer ¿Por qué planteás ese enfrentamiento entre la escritura y la lectura?
-Rodrigo Fresán: Todos los libros míos, si vas a la médula y al meollo de la cuestión, tratan sobre leer y escribir y sobre recordar y olvidar. Cuando escribís, lo hacés convencido de que estás escribiendo algo que no encontrás en lo que leés o algo que se te ocurre a partir de algo que leíste. Hay una relación ahí un poco ambigua. Y cuando decidís acordarte de algo, hay una decisión implícita de que te estás olvidando de algo para acordarte de eso. Y además, ¿cómo decidís recordar? Es decir, cuando recordás, por un lado hacés un ejercicio de lectura sobre vos mismo y, inmediatamente, después ya lo estás reescribiendo y lo estás acomodando dentro de una estructura de cosas.
Tengo claro que una de las grandes maneras que se puede dividir a los escritores es en dos grupos: están los escritores que leen y los lectores que escriben. En ese sentido, siempre me sentí más un lector que escribe. O sea, que la escritura es una consecuencia de la lectura. En cambio, hay escritores que se ven en un sitio mucho más totémico, mesiánico, como dueños de una verdad absoluta. Y yo, la verdad, me siento mucho más cómodo en un lugar evangélico. O sea, no tengo ningún interés en ser Dios, pero sí me interesa predicar la Buena Nueva. Digamos, esa sería la diferencia.

  • – ¿La infancia es un espacio que necesita reescribirse cómo dice la novela?
  • R.F.: La infancia es un invento adulto. Quiero decir, mientras vivís la infancia, vos no tenés conciencia: «Oh, es mi infancia», «Oh, qué niño que soy», «Oh, estoy viviendo en la infancia». Tenés una idea de un futuro inmediato: el futuro es el fin de semana y las vacaciones. Y después hay una inmensa abstracción futurística que incluso está muy próxima a la ciencia ficción. Parece tan lejano y es tan diferente al presente que estás viviendo.
    Pero hay un momento perturbador en la vida donde el pasado empieza a ocupar más espacio que el futuro: queda menos futuro que pasado. Entonces, de repente, el pasado se convierte en algo interesante. Esto me lo dijo una vez Martin Amis, que de repente a los 60 se le abrió la puerta de un palacio que era el pasado, y como escritor decís: «Ah, mirá, tengo todo esto ahora.» Que en algún momento lo descartabas porque no te parecía interesante, pero a una determinada edad todo eso se convierte en un material muy atractivo. También pensás que ese pasado podía haber sucedido de otro modo, pero para eso está la literatura justamente, para hacerlo suceder de otro modo.
  • -¿Ese niño, Land, de «El estilo de los elementos» se parece mucho al Fresán niño?
  • R.F.: Yo yo no soy Land, yo siempre quise ser escritor, mis padres no fueron editores. De hecho, el personaje que más se parece a mí es ese muy desagradable que es uno de «los hijos de…» que desde chico está diciendo ‘ya soy escritor y voy a escribir sobre mi secuestro’ y termina de mala manera en la novela, y que es un poco el protagonista de la trilogía «La parte inventada».
    Pero sí, hay episodios completamente autobiográficos y compartidos con Land. El primero, el más notorio, el que a la gente me reprocha como completamente inverosímil o como una gran falla de la novela, y es el más auténtico de todos, el más indiscutido y el más fiel, es el hecho que a mí me expulsaron de un colegio. No le dije nada a mi padre, y estuve dos años fingiendo que iba al colegio todas las mañanas y me iba a leer a un centro comercial. Eso es exactamente así tal cual.
    -Es verdad que tus padres no eran editores, pero de alguna forma estaban vinculado al mundo editorial.
    R.F.: En la primera de las muchas separaciones entre mi padre y mi madre, que fueron entre mis dos y once años, con varias parejas intermedias de uno y de otro lado, ella estuvo con Paco Porrúa. Él es uno de los ingredientes que componen la figura del personaje César X. Drill, con parte de Rodolfo Walsh, que yo lo conocí durante mi infancia, con parte de Quino y de Héctor Germán Oesterheld, el autor de «El Eternauta», a quien no conocí. Y tiene la voz, con la que yo me imagino que habla, de quien fue mi editor, Claudio López Lamadrid. César X. Drill también el benefactor secreto de las novelas de Dickens: «Grandes esperanzas», ese tipo está como afuera, pero está determinando un poco el devenir, o Ralph Touchett en «El retrato de una dama» de Henry James. A mí me gusta mucho ese tipo de personaje, más allá de sus ingredientes o sus diferentes rasgos, es un artilugio narrativo muy decimonónico que a mí me gusta mucho.
  • – ¿Estás de acuerdo que esta novela tiene muchas similitudes con «Rayuela»?
    R.F.: Cortázar para mí es uno de mis escritores totémicos, leí desde su primera hasta su última carta y todas sus lecciones de literatura, pero nunca leí «Rayuela». No porque no me guste ni nada. De mi novela «Mantra», que transcurre en México, me dijeron: «Qué astuta reescritura de «Rayuela». Y no la leo, lo mismo que tampoco leo «Ada o el ardor» de Nabokov, otro de mis escritores favoritos. No tengo ni idea de lo que me están hablando, porque no la leí nunca, pero cuando me preguntan, me doy cuenta de que seguramente están en lo cierto y tienen razón. Por un tema casi supersticioso no tengo que leer «Rayuela», porque tal vez me bloquearía por completo enfrentarme a esa especie de doble involuntario, o como quiera llamarlo.
    Tengo muchas ediciones de la novela que compro y voy como juntando. He leído mucho cosas alrededor: sé lo de los capítulos desordenados, obviamente, sé lo de acá y lo de allá, alguna vez me explicaron lo del tablón (sic), que no sé muy bien lo que es.
    -¿Y te gusta el Cortázar sin «Rayuela»?
    R.F.: Cortázar para mí es la diversión absoluta. Leí «Último Round», «La vuelta al día en ochenta mundos», «Cronopios»… «Los premios» me parece una de las grandes novelas argentinas, nunca del todo considerada como tal, y los cuentos de Cortázar.
    Me molesta y me irrita profundamente, además que cierta intelectualidad considera los cuentos de Cortázar como para chicos o para adolescentes, o a él como un escritor de iniciación… Aunque para mí, ser escritor de iniciación es haber triunfado, no hay triunfo más épico que convertirte en un escritor que invita a jóvenes al mundo de la literatura.
    Me molesta mucho que lo simplifiquen. Sucede ahora en una especie de contexto donde el cuento extraño o el cuento fantástico está como muy de moda otra vez, muy discutido y hablado… y muy premiado.
    Cortázar es Cortázar. El único reproche que yo tengo que hacerle a Cortázar es una cierta ingenuidad política. Yo también estoy convencido de cuando un escritor muy buen escritor, y sobre todo un escritor de temas fantásticos, extraños, desciende a la inocurrencia verídica de la política, empeora. Me parece que hay un momento de Cortázar donde tal vez ahí sí, con una cierta ingenuidad adolescente (no discuto sus ideales ni sus ideas utópicas, por supuesto) se convierte en un peor escritor por un ratito, después vuelve: «Deshoras», su último libro de cuentos, me parece formidable.