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Antes de encontrarse privado de su libertad y comprometerse con la alfabetización de sus compañeros de la Unidad Penitenciaria N° 1 Lisandro Olmos, ubicada en la localidad homónima de la ciudad de La Plata, Adrián (49) trabajaba como técnico mecánico y dictaba cursos para ayudar a sus colegas que no contaban con recursos porque siempre creyó que el saber «no es algo que pueda guardarse para uno».
Ahora, enseña a sus compañeros del penal a leer y a escribir y, según relató a Télam, no lo hace sólo «para seguir utilizando la cabeza» y no quedarse «estancado», sino también para que sus pares comprendan que, cuando recuperen la libertad, van a poder «integrarse a la sociedad con mejores recursos que los tenían al entrar».
Adrián es uno de los 129 presos que se formaron recientemente como alfabetizadores voluntarios en 13 cárceles de la provincia de Buenos Aires para enseñar a leer y a escribir a sus compañeros en los pabellones.
Casi el 5% de los 44.000 detenidos en las 54 unidades penitenciarias del territorio son iletrados, pero participan en la actualidad de ciclos de alfabetización tanto en cursos oficiales como no formales.
De acuerdo con un informe realizado por el Servicio Penitenciario Bonaerense, al que accedió Télam, son 1.847 los internos que este año están aprendiendo a leer y escribir en el primero de los tres ciclos que conforman las escuelas del nivel primario en contexto de encierro, a cargo de la Dirección General de Cultura y Educación provincial.
En tanto, unos 315 detenidos eligen primero aprender a leer con sus pares a través de los cursos y talleres no formales que dictan los presos que cursan niveles superiores de la educación y que fueron capacitados para esa tarea.
«El primer ciclo de la educación formal incluye a personas iletradas que deben alfabetizarse, pero nosotros notamos que muchos internos quedaban afuera por vergüenza a manifestar que no sabían leer y escribir», señaló a Télam Marcelo Iafolla, director provincial de Políticas de Inclusión, del Ministerio de Justicia.
El funcionario explicó que en cada pabellón «se sabe quién es iletrado y quién no» porque «son las personas alfabetizadas las que les leen a sus compañeros las cartas que les llegan o las notificaciones judiciales que reciben».
«Entonces, se gestionó la capacitación en alfabetización y, una vez que 129 presos terminaron el curso, comenzaron a enseñar a sus compañeros. Esa relación entre pares permite un vínculo más fluido y natural», describió el funcionario.
Los cursos para ser alfabetizadores fueron dictados por la ONG Alfalit y por la Universidad Tecnológica Nacional (UTN) en las Unidades 1 y 25, de Olmos; 8 y 33, de Los Hornos; 9, de La Plata; 18, de Gorina; 2, 27 y 38, de Sierra Chica; 3, de San Nicolás; y 21, 41 y 57, de Campana.
Así, los alfabetizadores enseñan a leer en los penales a lo largo de tres etapas, de tres meses cada una, en la que participan grupos de entre 5 a 10 personas en encuentros que se realizan tres veces por semana.
Fabricio (32), que está detenido desde hace cuatro años en la cárcel de Monte Grande, comenzó a capacitarse para ser alfabetizador en plena pandemia y vía Zoom.
Detalló que en la capacitación les brindaron tips para poder enseñar «de manera sencilla y que los pibes entiendan» y precisó que en las clases se utilizan cuadernos, libros de texto, manuales de lectura, escritura y caligrafía, cartillas y tarjetas.
«Empezamos escribiendo el abecedario en el pizarrón, porque había personas que no sabían las letras y que nunca habían agarrado un lápiz. Después, les enseñamos a separar en sílabas y a leer», explicó Fabricio.
Graficó que, en los talleres, alfabetizadores y alumnos se sientan en semicírculo frente al pizarrón y reparten cartillas con las letras. Buscan, entre todos, palabras con cada letra, las separan en sílabas con aplausos o chasquidos.
«Ahora tengo un grupo que está dividiendo, que suma, resta y lee de corrido», contó con orgullo. Y apuntó que, en esa instancia, les entregan libros para que lean en el pabellón y los resuman «para ver qué entendieron -porque había gente que sabía leer pero no lo hacía de corrido o no podía interpretar- y la mayoría lo hace bien».
En ese sentido, Adrián contó que fue a una escuela técnica de Hurlingham y mientras llevaba adelante su taller, daba cursos de mecánica, electrónica e inyección «para colegas que no podían pagarlos porque no tenían recursos».
«Creo que el saber no me lo puedo guardar. Todo lo que uno aprende tiene que volcarlo», manifestó el recluso y subrayó que se apuntó en el curso de alfabetización «para seguir utilizando la cabeza y no quedarme estancado en un lugar encerrado».
«Esto lo vamos a llevar a la vida y más allá, para poder enseñar a nuestra familia, a nuestros hijos, a la vida diaria, darle visión para que aprendan, comprendan y que se puedan integrar a la sociedad mejor de lo que entraron», dijo.
«No es sólo un papel, un lápiz o una letra, sino que esto se trata de la vida en sí: poder mirar una película subtitulada o manejar un celular, lograr comprender a las personas, comunicarse, armar lazos, compartir historias de vida», reflexionó Adrián.
En este sentido, planteó que, en las clases, se trabaja «lentamente», respetando los tiempos de cada alumno, y señaló que «primero se emplean dibujos y después palabras para ir asociándolas con esas imágenes».
Andrés, es otro de los detenidos que se formaron como alfabetizadores mientras cursa en contexto de encierro el Profesorado en Historia de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP): «Es muy importante saber enseñar a compañeros a leer y a escribir y también es fundamental para el afuera», dijo en diálogo con esta agencia.
Jorge (38) -oriundo de La Matanza y detenido en Olmos por robo- comenzó a alfabetizarse hace dos meses. «Tengo más o menos lo básico de leer y escribir porque fui a la escuela y dejé en noveno, pero lo básico lo sé», narró.
«Vine para seguir la escuela, hacer cursos. Esto me sirve para mí, para mi vida, acá adentro como en la calle, para mis hijos. Es una oportunidad», prosiguió.
Tras destacar la «paciencia» que tienen sus compañeros alfabetizadores, apuntó: «Te enseñan, les volvés a preguntar y te lo vuelven a repetir, saben explicar bien».
Su compañero Julio -un tigrense de 39 años que está preso hace dos años- reconoció que inició el curso de alfabetización porque no sabía «nada»: «No sé ni leer, ni escribir porque nunca fui a la escuela», relató.
En las dos semanas que lleva en el taller, aprendió a escribir su nombre «y cosas fáciles como ‘mamá’ o ‘papá'», lo que lo llena de entusiasmo, según aseveró.
«Me gustaría aprender a leer y escribir bien, como tiene que ser, para mostrarles a mis cinco hijos que estoy privado de mi libertad pero por lo menos aprendí algo», concluyó.
Para Iafolla, funcionario del Ministerio de Justicia, todo el proceso genera un círculo virtuoso dado que, una vez que las personas aprenden a leer y escribir, y pierden ese miedo «continúan con su instrucción formal dentro de las unidades».
«Esto, a la vez, les permite tener después acceso a los pabellones literarios, donde se abordan temas de actualidad o se comentan textos de ficción. Es notorio cómo las personas allí incorporan nuevos recursos, comienzan a expresarse con más fluidez y adquieren mejores hábitos vinculares con sus pares y sus propias familias», destacó.