Parte de la crème de la crème de la investigación en la fotosíntesis de laboratorio se congrega en España. Porque desde nuestro país se coordina el proyecto europeo más ambicioso hasta la fecha destinado a desarrollar una hoja artificial como alternativa a los combustibles fósiles. Hablamos del proyecto A-LEAF (del inglés leaf, ‘hoja’), que reúne a químicos, físicos, ingenieros, nanocientíficos y especialistas en materiales procedentes de ocho países. Arrancó en 2017, con ocho millones de euros de presupuesto y un plazo limitado: 48 meses. “Suficiente”, asegura su coordinador, José Ramón Galán-Mascarós, del Instituto Catalán de Investigación Química (ICIQ), en Tarragona.
No se trata de una apuesta basada en la intuición, sino en los hechos. Es tal el ardor que derrama el Sol –un enorme horno nuclear natural– sobre nuestro planeta que bastaría con capturar y almacenar una pequeña fracción de su lluvia de fotones para satisfacer todas las demandas energéticas presentes y futuras de nuestra especie. “Se trata de la energía renovable más abundante de que disponemos. Al año llegan a la Tierra 120.000 teravatios (TW). El consumo humano total ronda los 20 TW anuales, y se estima que se utilizarán unos 30 TW en 2050”, nos explica Galán-Mascarós.
Si te paras a pensarlo un poco, ya existe una tecnología capaz de capturar eficientemente la luz del astro rey para transformarla en electricidad y calor: las placas fotovoltaicas. Sin embargo, tienen una pega importante, y es que la energía que atrapan no se puede almacenar ni transportar con facilidad. Y no debemos perder de vista que, aunque hay periodos de gran producción, las horas centrales de un día soleado, estos se alternan con otros de escasa captación: las noches y los días nublados.
“Para competir en igualdad de condiciones con los derivados del petróleo y el hace falta un proceso industrial que transforme la luz, el agua y el dióxido de carbono en un combustible que podamos guardar y gestionar cómodamente”, incide el investigador español. Estamos soñando nada menos que con la gasolina solar, un hidrocarburo verde que desbanque de una vez por todas a los combustibles convencionales, limitados y tremendamente dañinos para el medioambiente.
La idea es revolucionaria, pero no original. Al fin y al cabo, lo que se han propuesto llevan haciéndolo millones de años las plantas y las algas verdes. La pionera fue una cianobacteria que aprendió a combinar los fotones solares, el H2O –prácticamente inagotable– y el CO2 presente en el aire para crear azúcares con enlaces químicos cargados de energía. Y sin generar residuos: cien por cien limpia. Esta innovación les garantizó desarrollarse y crecer tanto de día como de noche, a pleno sol o en días de lluvia. En sentido estricto, los humanos solo nos estamos copiando.
Aunque ese solo hay que matizarlo, porque imitar el proceso de los vegetales tiene su intríngulis. Si fuera sencillo, no llevaríamos más de cuatro décadas afanándonos por conseguirlo. Una cosa es entender la química en la que se basa la fotosíntesis y otra muy distinta replicarla de manera rentable y competitiva. Precisamente, estos son los dos adjetivos en los que más hincapié pone Galán-Mascarós cuando hablamos con él. Tanto él como los más de setenta especialistas a los que coordina saben que este desafío titánico les obliga a desarrollar el conocimiento de muchos procesos científicos de interés básico y general: la manufacturación de multicapas fotovoltaicas, la física de superficies donde se producen los combustibles, la separación de productos y reactivos mediante membranas… Y en esas andan ahora, precisamente.
“Nos hemos propuesto imitar los tres elementos básicos de la fotosíntesis natural, que tiene lugar en las hojas”, aclara Julio Lloret Fillol, al frente de otro de los grupos españoles que participa en A-LEAF. A saber: la absorción de luz, posiblemente mediante materiales semiconductores; la oxidación del agua para generar oxígeno; y la reducción de dióxido de carbono a sustancias de alto contenido energético, preferentemente hidrocarburos. “Tanto la oxidación del H2O como la reducción del CO2 son reacciones extraordinariamente complejas”, advierte Lloret.
Pensemos por un momento en este proceso como una cadena de montaje. Además de las materias primas, necesitaremos máquinas –de naturaleza molecular, en este caso– que permitan transformar unas piezas en otras. Nos referimos a los catalizadores, y según Lloret es crucial lograr no solo que resulten muy eficientes, sino también estables con el paso del tiempo, para que no se desintegren. Sabe de lo que habla porque su trabajo se centra, precisamente, en encontrar los catalizadores perfectos.
Al primer aniversario de A-LEAF, en el que se congregaron medio centenar de investigadores Lloret y sus compañeros acudieron con noticias esperanzadoras. Habían confirmado, a nivel atómico, la estabilidad de catalizadores basados en el hierro capaces de oxidar el agua. También llegaba un soplo de aire fresco desde Alemania: el equipo dedicado a desarrollar las placas fotovoltaicas compartía con sus compañeros que ya estaban preparadas y optimizadas unas multicapas de silicio con eficiencias del 10 % –las plantas apenas almacenan un 2 % de la energía del Sol en forma de azúcares– y con el voltaje necesario para realizar la fotosíntesis. Y además estaban basadas en estructuras baratas. Se respiraba entusiasmo.