En su cartas, publicadas en 5 tomos, se advierte la preocupación del Julio Cortázar -de cuya muerte se cumplen el lunes 40 años- por la devolución de lectura de sus libros, tanto de lectores comunes como de críticos u otros escritores, lo que a su vez se manifiesta en la convicción estética y política de darle participación directa al receptor en su propia obra, como ocurrió con la publicación de «Rayuela», exponente culminante de una interacción dinámica entre autor y lector que trasciende los límites materiales de la página impresa.
Tras la publicación en 1963 de su innovadora novela experimental que le otorgó un lugar destacado entre los escritores del llamado boom latinoamericano, Cortázar recibió una avalancha de cartas que daban cuenta de la impactante recepción de su obra en el público, especialmente en lectores jóvenes. A través de su correspondencia, el escritor revela la importancia que otorga a las opiniones de estos jóvenes y la profunda conexión que siente con ellos. También en los intercambios con colegas se observa cuán sensible fue la obra a un segmento de la crítica que comenzaría a cuestionar la calidad literaria del escritor argentino.
La gran sensibilidad de Cortázar por la recepción de sus textos queda de manifiesto en sus reflexiones sobre la literatura, que pueden leerse también como una teoría de la recepción. Pues el lector, esa figura que por la misma década y desde otra perspectiva será reivindicada por sobre la de autor y obra por el crítico francés Roland Barthes, ocupa un lugar central y primordial tanto en su escritura y la creación de sus personajes como en sus declaraciones públicas.
Un ejemplo emblemático de esta preocupación se encuentra en su novela «Los premios» (1960), donde el personaje de Oliveira se burla del lector pasivo, aquel que solo busca el desenlace de la trama sin sumergirse en la complejidad de la narrativa, interesado solo por «qué-va-a-pasar-al-final», cuyo placer demanda que le den una novela ya digerida. Esta crítica de Oliveira evidencia desde la misma literatura la importancia que Cortázar otorga a la participación activa del lector en la construcción de sentidos.
Esta función del lector se intensifica aún más en «Rayuela», donde se plantea la distinción entre un «lector cómplice» y un «lector hembra», según la perspectiva de Morelli, un personaje inmerso en la búsqueda constante de una poética personal. Lo que se deduce así es que el verdadero protagonista de la obra literaria es el lector, en tanto que su interacción con el texto debería provocar una transformación, un desplazamiento y un extrañamiento en su experiencia de lectura.
A través de estas reflexiones y de la configuración de sus personajes, Cortázar manifiesta su profunda convicción de que el lector es más que un simple receptor de la obra literaria. Es un participante activo y fundamental en el proceso de creación de significados. Esta visión resalta la importancia de la interacción dinámica entre autor y lector, una relación que trasciende los límites materiales de la página impresa y se convierte en un diálogo enriquecedor entre dos mentes creativas.
Poco después de la salida de «Rayuela», Cortázar envía desde París una carta a Francisco Porrúa, por entonces editor de Sudamericana. En ella, comparte su asombro por las cartas de jóvenes desconocidos que expresan su desconcierto, gratitud, amor y resentimiento después de leer su novela. Allí destaca que estas cartas le brindan más sentido a su escritura que las críticas de expertos, resaltando el impacto emocional de su obra en los jóvenes lectores: «en estos días un par de cartas de muchachos de allá, desconocidos, que están como muertos a palos después de haberlo leído y me escriben su desconcierto, su gratitud (mezclada con odio y amor y resentimiento). Por eso, te lo repito, algunas cartas (mesitas de café por avión) me dan mucho más que las importantes noticias sobre mis influencias y la aplastante revelación de que mis cuentos adolecen de parvedad de inspiración».
En otra carta dirigida a la crítica Ana María Barrenechea, unos días después, en octubre de 1963, Cortázar también menciona la recepción de numerosas cartas de jóvenes que le confirman que «Rayuela» ha logrado el efecto deseado: ser un llamado al desconcierto buscado, una experiencia visceral que provoca reacciones de entusiasmo, cólera y angustia. Le expresa a la crítica argentina que desde que su libro apareció en Buenos Aires, una multitud de gente joven y desconocida le escribe esas cosas que le alcanzan para posicionarse como escritor: «Las cartas de los jóvenes son siempre actos de fe, arranques de entusiasmo o de cólera o de angustia. Me prueban que ‘Rayuela’ tiene las calidades de emético que quise darle, y que es como un feroz sacudón por las solapas, un grito de alerta, una llamada al desorden necesario.»
En una carta posterior, enviada a Perla Rotzait, con fecha del 17 de noviembre de 1963, Cortázar agradece el testimonio que recibió de ellos, también resaltando que lo más admirable es cómo los jóvenes han recibido su libro. Una experiencia que describe parecida a una herida quirúrgica, como de bisturí y no de cuchillo, un cross en la mandíbula que sacude y despierta: «¿Qué puede importar entonces que por otros lados, y por razones que tienen que ver con cosas ajenas al libro (Cuba entre otras, aunque se cuiden de decirlo), haya gente que le niega al libro sus intenciones esenciales? Estoy tan contento, Perla, tan contento».
El 5 de enero de 1964, Cortázar comparte una carta a Porrúa donde se refiere a la ironía que significa recibir cartas de lectores tan diferentes: unos se niegan a leer «Rayuela» porque la consideran descarada e impertinente, mientras que otros la perciben como un puñetazo en la quijada. En este punto, destaca su compromiso por responder a esas cartas que plantean su libro como una experiencia visceral y transformadora: «De todas las cartas no cabe duda de que la más gloriosa es la de una señorita mendocina que luego de anunciarme severamente que no piensa leer ‘Rayuela’, pues le han dicho que es un libro desvergonzado, procede a pedirme en nombre de mi obra pasada (que admira enormemente) que me abstenga de ‘escribir libros de escándalo, best-sellers que prueban mi complicidad con el editor (sic)’. Comprenderás que con cosas así uno tiene por fin la recompensa que ha esperado toda su vida.»
Finalmente, en una carta a Roberto Fernández Retamar con fecha del 17 de agosto de 1964, Cortázar reflexiona sobre la repercusión de «Rayuela» entre los jóvenes, destacando que su obra invita a romper con las tradiciones literarias sudamericanas y proclamar la independencia de la novela latinoamericana: «Mi libro ha tenido una gran repercusión, sobre todo entre los jóvenes, porque se han dado cuenta de que en él se los invita a acabar con las tradiciones literarias sudamericanas que, incluso en sus formas más vanguardistas, han respondido siempre a nuestros complejos de inferioridad. Ingenuamente, un periodista mexicano escribió que ‘Rayuela’ era la declaración de independencia de la novela latinoamericana. La frase es tonta pero encierra una clara alusión a esa inferioridad que hemos tolerado estúpidamente tanto tiempo, y de la que saldremos como salen todos los pueblos cuando les llega su hora.»
Estos fragmentos de las cartas son solo algunos ejemplos que revelan la profunda conexión emocional de Cortázar con sus lectores jóvenes, así como su convicción en desafiar las convenciones literarias para provocar una reacción visceral que despierte conciencias y promueva la transformación cultural.
En el orden de las representaciones, así como aparecían ficcionalizados los lectores como figuras centrales de resignificaciones, las cartas también ocupan un lugar importante, como en el caso del celebrado cuento «Cartas de mamá» donde la correspondencia entre dos generaciones (madre e hijos) y dos ciudades (Buenos Aires y París) enfrentan a los jóvenes a replantearse mediane la irrupción de nuevos sentidos que despierta la lectura de esos escritores las coordenadas afectivas, emocionales y familiares de una realidad cotidiana que se presentaba tranquila.
En una entrevista concedida a Luis Mario Schneider en 1972, Cortázar responde a las críticas sobre su estilo de escritura, vinculando el orden del discurso con el del poder y sugiriendo que el estigma de «escribir mal» podría ser una estrategia ética para confrontar la realidad encubierta de la cultura argentina. Esta defensa define una postura políticamente cargada y una búsqueda constante por un estilo literario que dé cuenta de la identidad nacional.
Por otro lado, un intercambio entre el escritor y David Viñas deriva en un intenso debate sobre la producción literaria del autor argentino y su impacto en el ámbito cultural y político. Viñas cuestiona la permanencia de Cortázar en París y critica la aparente disonancia entre su producción literaria y su recepción. En ese cuestionamiento pareciera que el autor argentino ha sido absorbido por un mercado industrial y que su obra ha experimentado un «circuito de deterioro» que comienza con «Rayuela». Sin querer polemizar directamente con Viñas, Cortázar defiende su independencia como escritor y desafía las críticas que caen sobre la calidad de su obra. Aunque reconoce la posibilidad de una «esquizofrenia lingüística», no renuncia nunca a su proceso creativo ni al compromiso establecido con su público.
A cuarenta años de su muerte, las cartas, la propia literatura, los intercambios y las discusiones entabladas con críticos, lectores y editores permiten revisitar no sólo la figura de escritor que Cortázar emplaza sino su impacto y su intervención en las culturas argentinas y latinoamericanas. Su legado funciona hoy como un testimonio del poder de la literatura para inspirar y desafiar a las nuevas generaciones.