Como una onda expansiva que sigue teniendo su gran base de operaciones en las redes, la cultura de la cancelación toma cada vez más envión como herramienta de disciplinamiento y castigo que además de impactar en autores que se atreven a formular ideas «hostiles» con el paradigma de época recae también sobre textos escolares que desafían los imaginarios más conservadores e impone nuevos títulos para clásicos literarios gestados cuando el racismo o el colonialismo no asumían rasgos problemáticos.
Ya no se trata solamente de un fenómeno endogámico surgido en la crispación de las redes y sometido a sus polémicas efímeras. El dogma cancelatorio impregna los distintos órdenes de la vida material, desde las aulas escolares hasta las reuniones de editores donde se discuten cómo relanzar en el presente textos escritos en un pasado que tenía menos reparos frente a la corrección política.
Que pase al pizarrón la cancelación
Aunque el impacto sobre las instituciones académicas estadounidenses y europeas se perfila desde hace un tiempo -en los últimos meses llegó a cuestionarse la circulación escolar de textos icónicos como «1984» de George Orwell, «Final de partida» de Samuel Beckett, «Maus» de Art Spiegelman y hasta la saga Harry Potter de J.K.Rowling-, en las escuelas argentinas las tentativas cancelatorias no habían tenido impacto público, excepto lo que ocurrió a fines del año pasado cuando algunos usuarios de Twitter debatieron sobre la posibilidad de «mutear» la obra de Horacio Quiroga, o por lo menos de no seguir manteniendo en la currícula célebres relatos como «El almohadón de plumas», por considerarlo traumático para las jóvenes generaciones.
Este año, el tema dejó de ser una enunciación sin efectos fácticos y saltó del debate en redes a las denuncias formales impulsadas por familias que solicitaron sanciones para textos leídos en clase, como ocurrió con una docente de una escuela de San Nicolás que fue informada por la inclusión en el programa escolar de la novela «Yo fui un hacker gordo y un poco eunuco», de Gonzalo Santos, publicado en 2017, tras una queja presentada por cinco de los cuarenta padres de un curso de tercer grado, quienes impugnaron la obra «por su temática y por vocabulario impropio para este grupo etario».
Semanas después, otro grupo de familias cuestionó la lectura de un relato de Hernán Casciari titulado «Canelones» y la novela «Cometierra» de Dolores Reyes en escuelas secundarias de San Juan y Neuquén. Por esas intervenciones, el docente sanjuanino fue alejado de su puesto, en tanto que su colega neuquino logró conservar su cargo.
Más allá de su resolución formal, estos sucesos enhebrados por un afán disciplinador que pretende pasteurizar contenidos para aniquilar todo rastro problemático que ponga en el centro del debate la legitimidad de lo que se entiende por normalidad o sentido común, dejan al descubierto el desamparo o la desorientación de las personas y las instituciones frente a un signo de época que por un lado llama a dirimir furiosamente las diferencias en las redes pero por el otro no parece proponer intercambios constructivos sino alineamientos arbitrarios detrás de una perspectiva, condenando a su vez al destierro a quienes no se subordinen.
«Si a una experiencia como la lectura le sacás la violencia social, los crímenes, las intrigas, las relaciones sexoafectivas, todo para que nadie se incomode o se ofenda ¿qué es lo que queda?», decía Dolores Reyes a Télam tras la impugnación de su poderosa novela. Y acotaba por entonces: «Muchas veces se le reclama a la escuela que no forma lectores o no hay comprensión, pero cuando la escuela avanza en el abordaje de textos, bueno, esto no, esto es mucho».
De las aulas a los libros: ese título no me gusta
La cancelación viene de la mano de la corrección política, esa demanda de que el uso del discurso se ajuste a la agenda de derechos de la época, un imperativo no exento de paradojas porque mientras se consolidan figuras como Jair Bolsonaro o Javier Milei a fuerza de una retórica cargada de posicionamientos contra las minorías raciales o las disidencias sexuales, hay un mundo paralelo -el de la industria editorial- que pretende corregir desde el campo semántico el avasallamiento o sometimiento de una cultura a manos de otra, como si bastara con cambiar los significantes para transformar una realidad desigual o incómoda.
Este afán por la literalidad está vinculado también a una concepción voluntarista de las posibilidades de la lengua: la investigadora Florencia Angilletta indica que no por sustituir «aborígenes» por «pueblos originarios» o «afroamericanos» por «negros» quedarán pulverizadas las asimetrías de poder y las estigmatizaciones. Sin embargo, muchas de las maniobras están centradas en los usos de las palabras y la composición de los discursos.
«El lenguaje es un animal juguetón que siempre logra escapar de la cohesión – decía la ensayista en el ciclo de conversaciones que organizó Télam en la Feria del Libro-. Existen estos protocolos que todo el tiempo intentan coartar y decirnos cómo tenemos que hablar pero es una cuestión casi infantil: la realidad material no se cambia con una palabra».
Acaso por temor a quedar alcanzados por la ciénaga cancelatoria, o bien como un gesto que sobreactúa el interés por desechar aquellas palabras que perforan su literalidad para traficar acepciones estigmatizantes, los editores de la nueva edición española del clásico de Agatha Christie conocido hasta ahora como «Diez negritos» decidieron cambiar el título por «Y ninguno quedó vivo», pretendiendo evitar toda suspicacia que pudiera sembrar dudas sobre la caducidad de los viejos paradigmas raciales, sexuales y clasistas que tejieron un relato civilizatorio que hoy está en discusión.
Los autores de la nueva versión, a cargo del sello Booket, justifican la retitulación argumentando que el español y el francés eran una de las pocas lenguas, junto al griego, que hasta ahora conservaban el título original de ese policial publicado por primera vez en 1939 en Gran Bretaña como «Ten little niggers». James Prichard, bisnieto de la reina del misterio y director de la empresa que tiene los derechos de la obra de su bisabuela, señaló hace poco en una entrevista que en el Reino Unido el título fue modificado en los años 80, y que en esa línea «hoy lo estamos cambiando en todo el mundo».
Una práctica que arruina vidas
La literatura es uno de los campos más acechados por la cancelación. Asumida como territorio para la indagación de lo oscuro, de pulsiones en cuya viscosidad se aloja lo perturbador o lo perverso, bajo este signo de la época está jaqueada por esta nueva demanda que exige ajustar los comportamientos de los personajes al ideario de su creador o creadora y asimilar desde la ficción la tolerancia a las minorías y los nuevos protocolos de género.
La escritora Ariana Harwicz, argentina radicada desde hace años en un pueblo rural francés, es autora de una trilogía sórdida y brutal contra los lazos trazados por la biología que integran las novelas «Matate, amor», «La débil mental» y «Precoz». Denuncia la hipocresía del mundo editorial que encubre prácticas disciplinadoras bajo un velo de corrección a la otredad. Y vincula la ofensiva cancelatoria con otro fenómeno: el arrasamiento de la ficción por parte los discursos asociados a la verdad: «Hoy muchos editores sacan un libro sobre una violada, pero si fue violada de verdad. Lo mismo con una historia sobre incesto: tuvo que haber sucedido y tuvo que haber llegado a los tribunales. El morbo está puesto en que haya sido verdad. Es un desprecio a la escritura de ficción», plantea.
Harwicz tuvo una de sus últimas cruzadas dialécticas en la reciente Feria del Libro de Guadalajara. Allí participó de un debate junto a la también argentina Clara Obligado y la activista boliviana María Galindo del que dio cuenta horas después en Twitter: «Me invitó @elpaismexico para un debate sobre cancelación, censura, racismo, transfobia, etc, junto a otras dos artistas. Conclusión: me quisieron educar, me explicaron que pienso mal, (una) se fue sin saludar y me cancelaron por no hablar la única lengua posible, la de ellas».
Las tres intercambiaron en torno a las políticas de publicación de las editoriales -coincidieron en que seleccionar un catálogo en función del poder de venta de un autor o autora implica una forma encubierta de cancelación porque excluye a quienes no lo garantizan- pero se distanciaron a la hora de determinar si la cancelación como práctica admite rechazo o condescendencia de acuerdo a quién la promueva.
«Una postura de odio, de exclusión, de segregación, de racismo, de misoginia no es equivalente a una postura feminista o cuir», argumentó tajante Galindo.
«Cuando uno dice cancelar parece una cosa muy del algoritmo, pero no: arruina las vidas. No vas a picar hielo a Siberia, pero hay gente que se suicida, las y los dejan de publicar… Es decir, que las cancelaciones son actos que perturban y arruinan las vidas. Lo que me impresiona es que mucha gente acepta esa lógica y acepta no decir tal cosa para no molestar a tal colectivo o tal movimiento o tal persona o tal derecho humano», dijo Harwicz.
No fue el único episodio que sacudió el curso habitual de la feria literaria más importante de Latinoamérica: días antes la editorial Siglo XXI anunció que suspendía «por amenazas» la presentación del libro «Cuando lo trans no es transgresor», de la mexicana Laura Lecuona, quien dejó entender en la red social que se había sentido cancelada por sectores del feminismo. «Es bien interesante ver que quienes supuestamente defienden algo que llaman expresión de género se regodean burlándose de la mía. Dicen estar en contra de los estereotipos sexistas pero nada los amenaza tanto como una mujer rebelde. Aman la feminidad, pero odian a las mujeres», posteó.
A Lecuona, como JK Rowling, se las califica de Terf (acrónimo de feminista «Radical Trans-Excluyente»), un término para repudiar a quienes muestran reparos ante la inclusión de las problemáticas trans en los debates feministas. Hace un mes, esa misma categoría alcanzó a la colombiana Carolina Sanín, a quien la editorial Almadía le rescindió un contrato por su postura crítica a las políticas de género. La polémica desató una onda expansiva que amplió los mensajes de repudio contra autoras que se habían solidarizado con ella, como Mariana Enriquez o Alexandra Kohan, quienes ante la virulencia de acusaciones como «escritoras transfóbicas» abandonaron sus cuentas en Twitter.
«Es difícil pensar en cancelación cuando se trata de cancelar un contrato editorial, y no a una persona. Mientras tanto ella suma seguidores en redes, interviene públicamente y es muy posible que consiga otro contrato a corto plazo. ¿Dónde estaría la cancelación?», analizó ante Télam la escritora Marina Yuszczuk, que prefiere no encuadrar la polémica generada alrededor de Sanín como un caso de cancelación editorial.
El movimiento en torno a las Terf permite rastrear la lógica oculta de la cancelación, que en muchos casos comienza con una condena en redes a un autor o autora por su posicionamiento personal sobre un tema -ajeno incluso al eje de sus obras- y prosigue con una condena similar a quienes expresen algún tipo de adhesión o planteen -aun dando a entender que no están de acuerdo con la posición cuestionada- que vale dar la discusión desde la diferencia.