Villefranche de Niza, Riviera Francesa
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La Costa Azul fascina por su joie de vivre en sus pueblos encaramados, ciudades cautivadoras y vibrantes museos. Los mayores artistas la han pintado. Como Chagall, que desbocó los colores de Saint-Paul-de-Vence, Picasso, enamorado del mar, el azul y las casas de Antibes, Renoir y su casa de Cagnes-sur-Mer o Matisse y las vistas del paseo de Niza.

Fuente: Viajes National Geographic

Con la aristocracia inglesa del siglo XVIII empezó todo, pues fue la pionera en pasar el invierno en el sur de Francia. Pronto la imitaron otras élites europeas, aunque el término Costa Azul no lo acuñaría hasta 1887 el escritor Stephen Liégeard, quien tituló Côte d’Azur su libro sobre el litoral al este de Marsella en lo que fue un ejercicio de branding o creación de una marca «avant la lettre». 

Por aquel entonces, algunos se prendaron de su luz cálida mientras otros tomaban terapéuticos baños de mar. Sea como fuere, a finales del siglo XIX y durante el XX, la Costa Azul congregó a famosos de todo pelaje y a selectos artistas en enclaves tan chics como Saint-Tropez, Antibes, Cannes y Niza. 

Playas del sur de Francia

Brigitte Bardot
Estatua dedicada a Brigitte Bardot en Saint-Tropez. Foto: Getty Images

Saint tropez antes y después de brigitte bardot

La Costa Azul vive abierta a modas y colores, con el Mediterráneo siempre como mar de fondo. Su historia va ligada a la de sus playas. A finales de los años 40, en Saint-Tropez se vieron los primeros bikinis y los tropéziens más longevos aún recuerdan cómo Brigitte Bardot rompió moldes con las escenas playeras de Y Dios creó a la mujer (1956), dirigida por Roger Vadim. El cineasta reposa en el cementerio marino, al pie de la ciudadela construida entre 1602 y 1608 y que ahora aloja el Museo de Historia Marítima. 

La inimitable BB ayudó a catapultar el Vieux Port de Saint-Tropez como destino de la jet set. Y cuando ya era un núcleo habitual del famoseo, la exclusiva playa de Pampelonne volvió a copar portadas con la tendencia del topless en la década de los 60.

Saint Tropez
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A orillas del viejo puerto de sAINT-TROPEZ

La frivolidad y la ostentación se siguen maridando hoy en el Vieux Port, donde los barcos de pesca artesanal miran de reojo a los yates con tripulantes uniformados. En realidad, el puerto viejo fue destruido durante el desembarco del Día D y se reconstruyó tras la Segunda Guerra Mundial. Las fachadas ocres, amarillas y naranjas se reflejan en sus aguas y se han renovado como tiendas de lujo en este puerto orientado hacia el oeste, donde se puede disfrutar de la puesta de sol tomando algo tan francés como el aperitivo. A la mañana siguiente, los noctámbulos y los madrugadores compartirán el desayuno en las terrazas de bares como el Sénequier y sus icónicas butacas rojas. 

La Ponche, Saint Tropez
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LA PONCHE, EL SAINT-TROPEZ MÁS GENUINO

Encajado entre el puerto y la ciudadela, el antiguo barrio de pescadores de La Ponche (La Pouncho, en provenzal) emana un bullicio contagioso. Otro centro de la vida social de Saint-Tropez es la plaza des Lices. Según se tercie, se puede tomar un café o un pastis (aguardiente provenzal) y observar las partidas de petanca diarias. Los martes y los sábados, se les suma el mercado de aceitunas, quesos de cabra, crema de castañas, bolsitas de lavanda, etc. 

Flota un aire provenzal a la sombra de los plátanos inmortalizados por Paul Signac, el pintor puntillista que adquirió casa en Saint-Tropez y convenció a los genios post-impresionistas como Henri Matisse para que se pasaran por aquí. Ellos y tantos otros revistieron a la Costa Azul de un aura única, latente en los cuadros de las vanguardias que cuelgan de los muros en la capilla de l’Annonciade, del siglo XVI y reconvertida en un magnífico museo de arte moderno.  

Macizo de Calanques
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LAS CALANQUES: LAS CALAS IMPOSIBLES DE LA COSTA AZUL

Situada entre Marsella y Niza, Saint-Tropez es un buen punto de partida para conocer la Costa Azul, en especial de otoño a primavera. En algo más de una hora por carretera, la costa occidental se encumbra en los acantilados marinos más altos de Francia. Quitan el hipo los 20 km de esta senda unida por un rosario de calitas estrechas y escarpadas, las calanques, que perforan el litoral entre Marsella y Cassis. En este rincón tan salvaje y aún casi secreto, Winston Churchill aprendió a pintar mientras que Virginia Woolf y su hermana Vanessa Bell lo bautizaron como el Bloomsbury en el Mediterráneo.

 

El Parque Nacional de Las Calanques se explora a pie o en barco. Su cota alta son los 394 metros que caen hasta las olas desde el Cap Canaille, pintado por Signac. Una hora de camino desde Cassis, entre pinares y arbustos de tomillo, con el crepitar de las cigarras de fondo, aboca a las escaleras excavadas en las paredes verticales y finaliza en la Calanque d’en Vau. El esfuerzo para llegar a esta cala de aguas de un turquesa radiante la hace menos concurrida que la mayoría. La más oriental de las calas, Port-Miou, está a pocos minutos del paseo marítimo de Cassis, e ir y volver a la bahía pirata de Port Pin lleva medio día. 

Estanque de los Pesquiers en Hyères
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Hyères: el balneario royal rodeado de marismas

Sin dejar la costa se llega a Hyères, una de las estaciones termales con mayor solera del mundo. En el siglo XIX, su fama fue tal que la reina Victoria llegó a pasar aquí los inviernos. De esa época se conservan el casino, el hipódromo y los palacios Belle Époque que dan a avenidas amplias y bordeadas de palmeras. Hyères las cultiva al por mayor y algunas palmeras incluso gozan de denominación de origen. 

Al sur de la ciudad, el curioso doble tómbolo de arena de Giens crea una marisma en su interior, refugio de aves migratorias. La barra de arena occidental dibuja la playa de l’Almanarre, destino de surfistas, mientras que la barra oriental es más alta, verde y urbanizada.

Porquerolles
Playa de Notre-Dame en Porquerolles. Foto: Adobe Stock

Las idílicas islas de oro

Un transbordador conecta los diez kilómetros entre Giens y las Islas de Oro (Porquerolles, Port-Cros y Levant), un boscoso archipiélago magnífico para practicar actividades acuáticas y para el avistamiento de cetáceos. Las tres pertenecen al Parque Nacional de Port-Cros y encarnan ese Mediterráneo al que apetece ir una y otra vez… hasta quedarse. 

En la isla más oriental, Levant, surgió el primer centro nudista europeo en 1931, aunque el 90% de la isla está controlado por la Marina Nacional Francesa. La isla de Port-Cros es la más montañosa, mientras que la mayor de las tres, Porquerolles, posee un relato singular. En 1912, un rico explorador belga, François Joseph Fournier, buscaba un regalo para su esposa, Sylvia, y le compró por un millón de francos Porquerolles, una isla de pinos, eucaliptos, robles, playas de un turquesa nítido como la de Notre Dame y una aldea del XIX.

Fournier plantó 450 hectáreas de viñedos, que hoy producen el vino Côtes de Provence, y construyó Le Mas du Langoustier, una masía color melocotón que es uno de los escasos hoteles de la zona. Su esposa falleció en 1971, el gobierno francés adquirió el 80% de la isla y la convirtió en parque nacional. Con 350 habitantes y dos prohibiciones: ir en coche y edificar en toda la isla, Porquerolles mantiene su condición de rincón del paraíso. Al no poder construir, la Fondation Carmignac de arte contemporáneo y su catálogo de campanillas –Warhol, Basquiat o Lichtenstein, entre otros– se adentran en una galería subterránea, con vistas a la encantadora playa de La Courtade. El viento huele a eucalipto.

La ciudad de Grasse
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Los perfumes (y encantos) de grasse

Pero no todas las maravillas de la Riviera francesa se sitúan al borde del mar. Tierra adentro se alza Grasse, la capital mundial del perfume. Desde el siglo XVI sus artesanos ostentan la categoria de nezs (narices), capaces de memorizar centenares de olores primarios e imaginar su ensamblage. El microclima de la zona favorece la floración de la lavanda y de la mimosa. De rosas, violetas, nardos y jazmines.

Como la treintena de perfumerías de Grasse esconden sus secretos, la visita al Museo Internacional de la Perfumería resulta reveladora. Repasa sus cuatro milenios de historia, muestra frascos que van del maletín de María Antonieta al último ejemplar del nº5 de Chanel de Marilyn, y halaga el olfato del visitante en el invernadero. 

Justo en Grasse, Patrick Süskind ambientó su novela El perfume (1985). La película homónima localizó algunas escenas en el casco medieval, repleto de palacetes y casas de estilo genovés y provenzal, arcadas y soportales, terrazas como la de la Brasserie des Aires, y callejas que ascienden hasta la catedral románica de Notre-Dame de Puy. Este templo del siglo XI acoge en su interior obras de Rubens y Fragonard, natural de la villa y a quien se le dedica un museo. 

 

Mougins Picasso
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Mougins y los últimos días de Picasso

Desde Grasse, la vista alcanza hasta los Alpes y el mar. Pero antes de volver a la costa, Mougins se encarama como un caracol a una colina. Un busto de Pablo Picasso ejerce de anfitrión y da la bienvenida. El maestro se quedó a vivir en este pueblo desde 1961 hasta el final de su vida

Merece la pena no pasar por alto el Museo de la Fotografía, que muestra instantáneas tomadas por Picasso y retratos suyos firmados por fotógrafos como Robert Doisneau. Sin duda, el autor del Guernica era toda una estrella en la sociedad de la época. 

Cannes
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Cannes y el cine

Una celebridad como las que desfilan por la alfombra roja de Cannes, ciudad cinematográfica por excelencia de Francia, hasta de Europa. Su festival se lleva la palma al descargar en mayo toneladas de glamur en la Croissette, el distinguido bulevar con edificios de estilo art-déco, boutiques y hoteles de lujo como el Carlton, el Majestic y el Martinez, donde los influencers aparentan codearse con actores, actrices y directores internacionales. Ésta es «la milla de oro» de la Costa Azul. 

Al oeste de la Croissette, del Palacio de Festivales y Congresos arranca el paseo de la fama con unas 400 huellas de las manos de las estrellas de cine. La Croissette es óptima para tomarle el pulso a Cannes. Sin embargo, durante las dos semanas que dura el certamen, los vecinos la evitan y toman la Rue d’Antibes, la calle comercial atiborrada de coches deportivos de alta gama. 

El Museo de Castre se instalo en el antiguo castillo de Castre
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Cannes más allá de las estrellas

Más allá de los famosos, Cannes cautiva al turismo de altos vuelos, amante de tumbarse en las playas privadas y dejarse caer por los casinos. Quién sabe si hasta de chuparse los dedos con una tapenade, una pasta de aceitunas con alcaparras, anchoas y aceite de oliva.

En el encimado casco antiguo de Le Suquet, se puede subir a la torre de la iglesia de Notre-Dame d’Espérance, que obsequia con una panorámica punteada por el mercado Forville y el Museo de la Castre, en el castillo del siglo XI que defendía el puerto. Al otro extremo, La Pointe Croisette es conocida como Palm Beach y se enlaza a una ensenada que conecta con Antibes, el siguiente cabo mítico de la Costa Azul.

Antibes
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Antibes

Antibes
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Antibes el otro hogar fortificado de picasso

En el Cap d’Antibes, un castillo de la familia Grimaldi hospedó el taller de Picasso en 1946, y en la actualidad alberga uno de sus museos. Antibes y el vecino Juan-les-Pins conforman hace años un conjunto de mansiones millonarias ocultas entre la vegetación y vigiladas por el Fort Carré y la muralla de Vauban. Con este panorama, no es extraño que aquí se encuentre el mayor puerto deportivo de Europa.  

 

Saint Paul de Vence
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Vence y Saint-Paul-de-Vence tras las huellas de Matisse y Chagall

Antes de recalar en Niza, estimula tomar altura para contemplar el paisaje desde Vence. En este pueblo medieval, Matisse puso luz y alegría a las vidrieras de la capilla del Rosario como agradecimiento a la monja dominica que lo cuidó mientras se recuperaba de un cáncer. Por Vence y Saint-Paul-de-Vence pasó Marc Chagall, quien aplicó el color a esa manera de entender el arte «como un estado del alma».Atraído por su comunidad artística, Chagall se estableció en Saint-Paul-de-Vence desde 1966 hasta su muerte, y ahora es la celebridad del cementerio local. 

Fundación Maeght
Foto: Fundación Maeght

FUNDACIÓN MAEGHT: LA GRAN JOYA ARTÍSTICA DE LA COSTA AZUL

Al abrigo de un pinar se encuentra la Fundación Maeght, un edificio blanco, luminoso y mediterráneo, diseñado por Josep Lluís Sert en 1964, que contiene un patio con esculturas de Giacometti, un laberinto creativo de Joan Miró, el estanque y las vidrieras de Georges Braque, y un mural de mosaico de Chagall. ¿Quién da más? Casi como anexo a la Fundación, La Colombe d’Or es un hotel y restaurante cuyas habitaciones conservan piezas de arte únicas puesto que, en los 40, el establecimiento congregó a un puñado de artistas habituales que pagaban la comida en especie.

La ruta pictórica avanza hasta Cagnes-sur-Mer, donde el padre del impresionismo, Auguste Renoir, se instaló al final de su vida para aliviar la artritis. En la granja Les Collettes, hoy el museo que lleva su nombre, recuperó el vigor para pintar telas, pese a tener los dedos deformados. 

 

Niza
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Los colores de Niza

Si Cagnes-sur-Mer se identifica con Renoir, Niza alardea de los museos de Chagall y Matisse. Pero la capital de la Costa Azul es mucho más. Una ciudad inesperada y monumental. De contrastes y sorpresas. Como su casco antiguo, de calles festivas y ropa tendida, que recuerda a Italia, a la que perteneció hasta finales del XIX. Aquí nació Garibaldi, el héroe de la liberación de independencia italiana.

Los colores del barrio viejo de Niza los había elegido tres siglos antes el Consiglio d’Ornato. Y, desde entonces, la norma sigue en vigor: las fachadas de las casas deben ser ocres, rojas o amarillas. La zona del Cours Saleya, convertido en mercadillo de flores y frutas, es perfecta tanto para comerse una socca –crepe de harina de garbanzos y aceite de oliva– como por su ambiente nocturno.  

 

Niza
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Promenade des Anglais, la epítome de Niza

Una de las señas de identidad de Niza es el Paseo de los Ingleses, uno de los destinos del viaje de invierno de la aristocracia británica del XIX. Admirar el azul penetrante de la bahía des Anges en las sillas distribuidas a lo largo del paseo es tan nicense como la ratatouille (el pisto de Niza) y la ensalada niçoiseHasta la escultura La chaise bleue de SAB les rinde homenaje.

Las placas de los edificios del paseo donde vivieron Chéjov y Matisse aglutinan a curiosos. Ahora bien, cuando es la hora del café, la opción imbatible es el Hotel Negresco. En sus años dorados, dicen que los ricos llenaban sus bañeras de champán rosado. Lo cierto es que en el salón Royal aún cuelga una lámpara de Baccarat con 16.000 piedras. 

Un edificio que también encandila es el Palais de la Méditerranée, antiguo casino art-déco con su fachada de mármol blanco. Delante de otro palacio, el de la Agricultura, alguno recuerda la muerte de la bailarina Isadora Duncan, estrangulada por su fular rojo cuando iba en un descapotable. Al final de la playa se eleva la colina del Castillo, origen de la ciudad fenicia y griega, un parque victoriano de pasadizos secretos y vistas al puerto de corte genovés. 

Niza es medio francesa, medio italiana y muy cosmopolita. Todo a la vez. Como tantas estrellas que han pisado esta riviera y que forman parte del imaginario colectivo. Porque la Costa Azul es un mito que se renueva y nunca se acaba.