Si todo el tráfico que circula por internet a lo largo de un día –las búsquedas, los juegos, las descargas, las páginas web visitadas, los datos que se envían de forma automática entre sí los diferentes servidores y dispositivos conectados– pudiera condensarse en el mundo físico en un espacio equivalente al de un piso de 100 metros cuadrados, esto es lo que ocurriría:
El correo electrónico apenas ocuparía un pequeño rincón de la cocina. Los juegos online, unos 3 metros cuadrados, más o menos el mismo espacio que Amazon y Facebook. Sumando todos estos servicios y contenidos podríamos llenar tal vez un pequeño dormitorio. ¿La web? Aproximadamente lo mismo: sería como un segundo dormitorio.
Pero la estancia más grande (aproximadamente una tercera parte de la superficie) luciría el logotipo de una sola compañía. Una que ni siquiera se puede decir que existiera –al menos tal y como la conocemos ahora– hace poco más de una década, y que ha sacudido los cimientos de la industria del entretenimiento al mismo tiempo que ha cambiado nuestros hábitos de consumo.
Hablamos de Netflix, el servicio de vídeo bajo demanda que usan más de 130 millones de personas en todo el mundo para entretenerse a diario, según datos de la propia compañía, que nació en 1997 en California como un servicio de videoclub a domicilio ideado por Reed Hastings y Marc Randolph.
El tráfico generado por Netflix supone casi el 34 % de los datos que se descargan a diario de la Red. El único servicio o compañía que puede compararse es YouTube, el portal de vídeos de Google, que no llega al 15 % de los datos transmitidos a través de internet. Vistos los números, parece un milagro que este servicio de entretenimiento funcione de forma tan predecible y consistente. Sí, de vez en cuando hay caídas en la transmisión, pero en general cualquier usuario puede darle al botón de play y comenzar a ver casi al instante un vídeo de alta definición, o incluso 4K.
Para lograrlo, Netflix ha tenido que crear una línea de servidores propia, especializada en servir sus vídeos –lo que se conoce como CDN, siglas en inglés de Red de Distribución de Contenido– y formada por cientos de máquinas repartidas por todo el globo. La compañía llega a acuerdos puntuales con operadoras locales de telefonía para instalar estos servidores muy cerca (en términos de red) de los usuarios.
Cuando estos pulsan el botón de reproducir del mando a distancia o de la pantalla táctil del dispositivo que utilicen, el cliente de Netflix busca los 10 servidores más próximos y decide cuál servirá el vídeo seleccionado en función del ancho de banda disponible y la calidad de imagen que puede llegar a ofrecer. Si en algún momento la señal se degrada, es capaz de cambiar de servidor a mitad de una película o serie.