La socióloga Afshan Jafar explica que en la escuela primaria los niños aprenden lecciones para toda la vida, «razón por la cual tenemos que dejar de enseñarles que se queden callados» y destaca la necesidad de «inculcarles la importancia de expresarse ayudará a prepararlos mejor para que más adelante enfrenten dilemas morales y presiones de grupo». La profesional reconoce que cuando no lo hacemos «los resultados en sus vidas son palpables».
Aquí, algunas de sus reflexiones sobre el tema.
Como socióloga, les enseño a los estudiantes universitarios el poder que ejercen los grupos en el comportamiento individual y el papel que desempeñan las figuras de autoridad en silenciar las opiniones individuales. Como madre lo veo de primera mano.
Mi hija recibió sus primeras lecciones sobre quedarse callada en el jardín de infantes. «Señorita B., Michael está a punto de empujar a Nicholas del tobogán y Nicholas está gritando», dijo mi hija de 5 años. La maestra, según mi hija, respondió: «Cariño, ocúpate de tus propias cosas y Nicholas se ocupará de las suyas».
Asombrada y confundida, mi hija llegó a casa y nos contó el incidente. No podía entender por qué una maestra la reprendía cuando ella simplemente estaba tratando de ayudar a otro niño que parecía estar en peligro físico. Y esta no sería su última lección sobre quedarse callada.
Al año siguiente, una asistente escolar vino a decirles a los niños que en adelante tendrían que llenar un «reporte de acusaciones» cada vez que tuvieran una queja. El nuevo sistema exigía que los niños supieran cómo deletrear su nombre, su dirección y número de teléfono (y poder escribirlo todo). Además, en el informe los niños debían escribir tres cosas «agradables» sobre la persona que estaban acusando. En las dos últimas líneas del formulario, los niños tenían espacio para explicar su queja.
Una lección de burocracia a niños de seis años es ciertamente algo desalentador, pero una lección aun más siniestra fue aprendida ese día. En palabras de mi hija, lo que habían ese día aprendido era: «Si uno llena el informe, entonces uno se mete en problemas con los maestros, porque acusar a alguien es malo».
Las conexiones entre esta lección de la primera infancia y la cantidad de casos de acoso sexual que no son denunciadas más adelante en la vida, por ejemplo, parecen evidentes. Las investigaciones de casos de acoso sexual muestran sistemáticamente que las víctimas subestiman estos incidentes, no sólo por haber naturalizado estas experiencias sino también por el temor de que de alguna manera se les haga responsables.
Algunas aulas utilizan un muñeco de peluche o una imagen (George Washington o la jueza de la Corte Suprema Ruth Bader Ginsburg) a la que los niños pueden ir a acusarles de algo o alguien. Muchas tienen carteles diseñados para ayudar a los niños a distinguir entre informar (ayudar a que alguien salga de un problema) y acusar (meter a alguien en problemas). Pero, claramente, a veces ayudar a que alguien salga de un problema a veces resulta en meter a otro en problemas. ¿Cómo pueden los niños tomar una decisión en este tipo de situaciones? El mensaje es claro: las quejas de los niños no merecen la intervención de un adulto. Un objeto inanimado —un peluche, una foto o un poster— puede proveerles toda la ayuda que necesitan.
También hay libros que enseñan a los niños pequeños que acusar es horrible. En estos libros, a los niños a menudo les crecen partes del cuerpo como castigo (una cola o una lengua muy larga, por ejemplo), no tienen amigos y son incluso rechazados por algunos miembros de la familia. Su redención viene solamente después de que aprenden a no acusar. El mensaje, una vez más, es implacable: la persona que hace algo mal no tiene la culpa; la gente que se queja necesita cambiar su comportamiento.
Se cree además que los niños no aprenderán a ser independientes, a tener confianza en sí mismos y a resolver conflictos si los adultos intervienen en sus peleas con sus compañeros de clase. Pero pregúntenle a cualquiera si aprendió a resolver conflictos por no involucrar deliberadamente a los adultos, y la respuesta de la mayoría de la gente probablemente sea no. En lugar de eso, los niños aprenden a excluir a los adultos. Aprenden que los adultos no quieren o no deben saber acerca de las cosas malas en sus vidas.
Los niños de la escuela primaria se convierten en estudiantes de secundaria que no comparten con sus padres las cosas horribles que ven u ocurren a su alrededor. Se convierten ellos mismos en adultos que no le cuentan a nadie del comportamiento brutal del que son testigos.
Cuando aparecen en las noticias casos de violencia universitaria e rituales de iniciación, pienso en estas lecciones tempranas impartidas en nuestros niños. Y estos casos aparecen a menudo en las noticias. Historias de agresión y violencia como iniciación para pertenecer a un grupo o fraternidad, historias de menores de edad en borracheras, historias de intimidación, hostigamiento y burlas; historias de violación y agresión durante una primera cita. Historias que nunca se denuncian y que a veces terminan con la muerte. Los adultos reaccionamos a estas noticias conmocionados e incrédulos. Nos preguntamos especialmente por qué los «buenos» no dijeron nada a nadie.
Lo que realmente debemos preguntarnos, sin embargo, es por qué seguimos esperando un resultado diferente si es que no hemos cambiado los mensajes que los niños reciben en sus años formativos. Años de socialización en la escuela, en casa y en la vida deportiva han enseñado a los niños que acusar es malo y que los soplones reciben su merecido.
Estas lecciones son especialmente perjudiciales si uno considera las investigaciones psicológicas y sociológicas al respecto. Los experimentos sobre el comportamiento grupal y la obediencia muestran que seguir la corriente es mucho más fácil, incluso cuando la gente sabe que es malo e incluso cuando pone en peligro sus propias vidas.
Pero esta tendencia a conformarse cambia cuando hay un grupo, no importa cuán pequeño sea, que alza la voz, cuestiona y desafía lo que todo el mundo está haciendo. Es crucial enseñar a nuestros hijos a expresar su oposición incluso cuando la mayoría de los demás no lo hacen. Dejemos de castigar a nuestros hijos por soplones y animémoslos a hablar.