En un mundo saturado de pantallas, alertas, mensajes y conexiones instantáneas, la soledad ha adoptado un nuevo rostro. Ya no se trata del aislamiento físico o la marginalidad social. La soledad de hoy convive con la hiperconexión. Es una soledad sin solitud: un vacío que persiste incluso cuando estamos rodeados de estímulos, de interacciones y de vínculos digitales que, lejos de colmar, muchas veces agotan.
El pensador y analista español Andrés Ortega se detiene sobre esta paradoja en su ensayo reciente, donde plantea una crítica al modelo de comunicación contemporáneo. Para Ortega, el problema no radica tanto en la soledad —que puede ser elegida, fértil y creativa—, sino en la imposibilidad de acceder a una solitud auténtica, ese espacio interior donde se gesta la introspección, la reflexión y la sensibilidad profunda.
“La hiperconectividad produce una forma de ruido existencial”, señala. No hay tiempo para el pensamiento sin interferencias. Los dispositivos digitales, al convertirse en extensiones de nuestro cuerpo, median cada momento de silencio, transformándolo en ausencia, en falta, en algo a llenar de inmediato.
Esto tiene consecuencias subjetivas y sociales. A nivel individual, se ha diluido la frontera entre el ser y el estar disponible. El “modo avión” no es solo una configuración del teléfono: se ha vuelto un acto de rebeldía. Para Ortega, cada instante libre es capturado por las plataformas y convertido en contenido, interacción o mercado de atención. En ese contexto, la solitud —la capacidad de estar con uno mismo sin miedo, sin apuro, sin testigos— se vuelve un lujo raro.
En lo colectivo, esta falta de espacio interior repercute sobre la creatividad, la empatía y la profundidad del pensamiento. La meditación, la lectura lenta, la contemplación e incluso el aburrimiento —esos estados que antes se asociaban con el crecimiento personal— son percibidos hoy como improductivos. “La presión por compartir desactiva el impulso de comprender”, advierte Ortega.
La paradoja se acentúa en las redes sociales, que prometen comunidad pero muchas veces generan comparación, ansiedad y frustración. La ilusión de compañía permanente —mensajes, stories, likes— no reemplaza el lazo real. Peor aún: a menudo lo suplanta con una ficción que inhibe la búsqueda de conexiones más genuinas.
Ortega no propone una vuelta romántica al aislamiento ni una tecnofobia anacrónica. Lo que reclama es una reevaluación del valor de la solitud como condición de posibilidad para una vida más plena, más libre y más lúcida. “No se trata de desconectarse del mundo, sino de reconectar con uno mismo”, concluye.