Cuando el escritor Curzio Malaparte publicó La piel en 1949, ni la Iglesia ni los napolitanos le perdonaron el sórdido retrato que su novela hacía de las miserias de la ciudad en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, aún hoy parece difícil que un artista o un viajero sensible pasen por Nápoles sin sentir una mezcla de rechazo y fascinación por esta urbe excesiva, caótica y tocada por la tragedia, pero también tan intensa, cautivadora y rebosante de vida que no acaba de encajar en la vieja y soberbia Europa.

Goethe afirmó que Nápoles era «un paraíso poblado de demonios», pero el poeta romántico Giacomo Leopardi aprendió a amarla pues, tras años de viajes, terminó sus días en estas calles, que le ofrecieron el placer del encuentro y del extravío entre la gente. También los autores locales han narrado el Nápoles contemporáneo, como la enigmática Elena Ferrante o el gran Erri de Luca. El director Paolo Sorrentino la ha evocado de forma intimista y el neorrealismo del cine italiano nació en esta ciudad, que ha inspirado a generaciones de artistas, igual que le recuerda al visitante que el verdadero viaje, como la vida, cambia nuestros planes a cada rato.

Y es que en pocas ciudades de Europa como en Nápoles tiene uno la sensación de que, en este tiempo en el que tantos lugares se parecen entre sí, aún es posible la experiencia genuina del viaje. De hecho, tanto si se llega a la ciudad en avión como por tierra, el primer consejo sería olvidarse del coche, de alquiler o propio, elegir calzado cómodo y, salvo en algunos trayectos en metro y funicular, dejarse llevar por el torrente humano.

Nápoles. Nápoels
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Nápoles

Fundada por los griegos y más tarde poblada o gobernada por romanos, bizantinos, normandos, aragoneses, franceses y españoles, Nápoles tiene un patrimonio arqueológico, artístico y cultural apabullante, inabarcable en una primera visita de pocos días. Con todo, hay varios hitos que deberían considerarse como imprescindibles. Para hacerse una idea del callejero, cortado por la Via Scappanapoli, y contemplar el panorama del golfo con la silueta mellada del Vesubio al fondo, se puede subir en funicular a puntos tan estratégicos como el castillo Sant’Elmo, con la cartuja de San Martino y su museo. O también a Capodimonte, que exhibe una soberbia colección de arte en su palacio y conserva los espléndidos jardines del pabellón de caza.

Plaza del Plesbicito
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Plaza del Plesbicito

En el centro, el Palazzo Reale y la plaza del Plebiscito hablan del poderío monumental de los Borbones, que levantaron también el Teatro de San Carlos, la ópera más antigua de Europa, cuya belleza impresionó en su día al mismísimo Stendhal tanto o más que las maravillas de Florencia. Junto al puerto, las torres de roca volcánica del Castel Nuovo contrastan con su fachada renacentista de mármol. Y a media hora de paseo, la fortaleza del Castel dell’Ovo se alza sobre el mar como si fuera un navío de piedra, en el mismo lugar en el que se asentaron los colonos griegos hace casi tres milenios. Al norte de la ciudad, otra visita ineludible es el Museo Arqueológico Nacional, en especial si se planea ir a Pompeya y Herculano, pues sus colecciones reflejan el refinamiento de los objetos recuperados de aquellas ciudades arrasadas por el Vesubio.

Catedral del Nápoles. Catedral
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Catedral

El arte religioso merece capítulo aparte en Nápoles, donde la devoción popular es profunda y omnipresente. Por mencionar los puntos clave, en el Duomo encontramos tres templos en uno: catedral, basílica paleocristiana del siglo IV y la capilla lateral de San Genaro, considerada iglesia por los napolitanos. Cada primer sábado de mayo, la sangre del santo patrón de la ciudad es portada en solemne procesión hasta la basílica de Santa Chiara para que suceda el milagro de la licuefacción. En los claustros monumentales de ese complejo monástico lucen frescos de Giotto, frente a Santa Chiara está la iglesia de Chesù Nuovo y, a unos 500 m de distancia, en la capilla de Sansevero, yace el Cristo Velado, obra maestra en mármol de Giuseppe Sanmartino ante la que cuesta contener la emoción.

Capua
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Capua

A pocas estaciones de tren al norte de Napóles esperan Caserta con su inmenso Palacio Realdel siglo XVIII y los vestigios arqueológicos de la milenaria Capua, enclave que rivalizaba con Roma y Cartago en poder económico y militar. Sin salir todavía de la metrópolis napolitana, sin embargo, empieza un sector del golfo que recibe poca atención. Del barrio de Posillipo, entre palacios decadentes como el Donn’Anna, junto a la playa delle Monache, sale un itinerario litoral hacia poniente.

Tras detenerse en miradores como el Belvedere del parque Virgiliano, junto a la Grotta di Seiano –galería excavada en época romana, se usó como refugio antiaéreo durante la Segunda Guerra Mundial–, se llega entre viñedos a los Campi Flegrei, una extensa zona volcánica con humaredas que emanan del subsuelo. Desde la carismática Pozzuoli, puerto clave de la época romana y ciudad que vio crecer a la eterna Sofia Loren, zarpan los barcos a Ischia y Procida, pero merece la pena dedicarle un tiempo a la zona, pasar por el viejo Arco Felice hacia Cumas, donde abundan los vestigios de la época griega, y, de camino a la playa, pasear por un bosque de robles y encinas entre los humedales. Hacia el sur, de nuevo por la costa del golfo, merecen una visita Baia, con sus termas romanas y el Castillo Aragonés, las calles de Cappella, la Piscina Mirabilis, una de las mayores cisternas del mundo antiguo, y las vistas desde el faro del cabo Miseno, donde Procida e Ischia parecen al alcance de la mano.

procida
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Procida

Sin embargo, toca retroceder para visitar las islas. Una opción es cruzar a Procida desde Pozzuoli, saltar luego a Ischia y regresar desde allí a Nápoles, pero conviene estudiar antes los diferentes horarios de las líneas. Se elija una u otra, navegar por el golfo de Nápoles ya es en sí mismo uno de los mejores recuerdos del viaje. Otro, sin duda, es Procida, quizá donde mejor se ha conservado la esencia de las islas de Nápoles hasta la llegada del turismo masivo, algo de lo que el viajero se da cuenta si, en vez de dedicarle solo media jornada, se pernocta en ella y disfruta de la quietud del amanecer. Por el puerto pesquero de Marina Corricella o las calles de Marina Grande y entre el colorido de sus casas e iglesias, cuesta creer que sea la isla menos visitada por los extranjeros.

Ischia
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Ischia

Más extensa y diversa que su vecina pero menos saturada que Capri, Ischia tiene mucho que ofrecer y lo único que pide a cambio es no llevar prisas. A media hora a pie desde el puerto, el icónico peñón del Castillo Aragonés, unido a la isla mayor por un puente, alberga la ciudadela fortificada, una catedral, un convento y un billete a la Edad Media. En Ischia sí que es buena idea alquilar un vehículo para recorrer la isla, desde playas como la de Cava Grado, cerca de la Punta Sant’Angelo, o sus baños termales, frecuentados ya en la Antigüedad, al paisaje montañoso del interior. En sus alturas, entre viñedos, bosques y cultivos, las vistas panorámicas y los momentos de calma hacen olvidar que se viene del caos de Nápoles. Al sur de la playa de la Chiaia y del pueblo marinero de Forio espera la estampa inevitable de la iglesia del Soccorso y su entorno, de una belleza tan sencilla como cautivadora. Resulta una delicia reservarse una o dos noches en la isla para poder gozar ahí mismo del ocaso, antes de regresar al continente.

Herculano
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Herculano

De nuevo en tren desde Nápoles y antes de llegar a Pompeya, dos paradas obligadas son Herculano y Oplontis. Las líneas ferroviarias llevan en paralelo por el litoral o el interior, entre las ruinas de un urbanismo mucho más moderno y caótico, en el que sobreviven las villas vesubianas de la barroca Milla de Oro; pero son las villas romanas de Herculano las que hacen viajar de veras en el tiempo. La erupción del Vesubio en el año 79 asfixió con sus gases tóxicos a los habitantes de esta ciudad, sepultada después bajo toneladas de lodo caliente que propiciaron la prodigiosa conservación de algunas viviendas hasta la actualidad.

Muy cerca sorprenden los jardines y el palacio de Portici, aunque sin llegar a las dimensiones versallescas de los de Caserta. Y a pocos pasos de la estación de Torre Annunziata, se encuentra el yacimiento de Oplontis, con la fastuosa Villa Poppea, que perteneció a la esposa del emperador Nerón y cuyos frescos y mosaicos dan fe de aquella opulencia.

Pompeya
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Pompeya

Mientras que Herculano era una ciudad balneario para las élites cultas, de cuya biblioteca se intentan recuperar aún manuscritos entre las cenizas, Pompeya representaba la mundanidad de su época. Sus teatros, anfiteatros, foros, termas, mercados, tabernas y prostíbulos quedaron sellados tras aquella erupción letal del Vesubio para que, dos milenios más tarde, los hallazgos arqueológicos permitan reflexionar sobre cómo las pulsiones de la condición humana no han variado tanto desde nuestros antepasados más remotos.

El paseo por la ciudad de Pompeya constituye una de las experiencias más conmovedoras de cualquier viajero, pues no solo se desplaza en el tiempo sino también en su acervo cultural, en especial si se siente parte o heredero de la cultura grecolatina y mediterránea. Lo más habitual es visitar Pompeya en una excursión de ida y vuelta desde Nápoles, pero es muy recomendable dedicarle una jornada entera, hacer noche antes en alguno de los tranquilos hoteles de los alrededores y entrar en el recinto a primera hora de la mañana.

Pompeya
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Pompeya

Gracias a la línea Circumvesuviana, se puede rodear el volcán en tren y conocer algunos pueblos de la zona. Para subir hasta el cráter y disfrutar de las vistas del golfo de Nápoles y la costa amalfitana, toca contratar una excursión guiada o hacerlo por cuenta propia usando el transporte público, pero siempre siguiendo los consejos del personal del parque nacional, con el calzado adecuado, una botella de agua y sin perderle el respeto al monte. La última erupción del Vesubio tuvo lugar en 1944 y desde entonces parece dormido, aunque las autoridades italianas lo vigilan muy de cerca, pues el área metropolitana de Nápoles, encajada entre el volcán y los Campi Flegrei, se asienta sobre una gigantesca bomba de relojería.

Apartado de la anodina primera línea de costa, Castellammare di Stabia atesora el yacimiento arqueológico de Stabiae, donde los aristócratas de Pompeya pasaban sus vacaciones. Es un enclave poco visitado pero espectacular, en el que destaca la Villa San Marco. Como si se retiraran del litoral para buscar el silencio, algunos templos cristianos remontan las laderas sorrentinas. Así sucede con el santuario della Madonna della Libera, cerca de un castillo del siglo IX y con vistas del golfo de Nápoles. Villas, hoteles y zonas privadas de baño jalonan la carretera, que serpentea por acantilados sobre playas tan estrechas como La Tartaruga. En Vico Equense, la Chiesa della Santissima Annunziata se asoma al abismo y, antes de llegar a Sorrento, el mirador de Montechiaro ofrece un magnífico panorama.

Sorrento
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Sorrento

Sorrento, la ciudad que da nombre a la zona, invita a callejear por plazas e iglesias. Aunque durante los meses previos al verano no hay las aglomeraciones propias de esa estación, las escaleras para visitar el puerto y la Marina Grande o subir de nuevo a los paseos y miradores ponen igual de a prueba las rodillas y el fuelle del viajero. La primavera también es buen momento para acercarse al cabo Sorrento y ver la bella poza natural de Regina Giovanna menos saturada de bañistas. De camino a poniente, la mezcla de casitas destartaladas, villas de lujo, hoteles de ensueño y humildes capillas se extiende entre el mar y el monte, de los restaurantes junto al mar en Puolo al Sorrento interior, donde por limoneros, olivares y prados se llega a lugares tan serenos como el monasterio de San Paolo.

La carretera litoral pasa junto a otros miradores. Algunos fascinan con su particular encanto, como el balcón que, junto a la antigua catedral de Santa Maria delle Grazie, se asoma desde la localidad de Massa Lubrense a la de Marina Lobra. Este último es uno de los pueblos marineros más tranquilos de la costa sorrentina pues carece de grandes puertos y hoteles. En Marina Lobra se tiene la sensación de que a medida que uno se aleja del Vesubio se acerca a enclaves que ofrecen cada vez más paz interior.

Baia delle Sirene
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Baia delle Sirene

En este punto del viaje conviene hacer alguna excursión en barco, a ser posible en un gozzo sorrentino, pues únicamente desde el mar es posible apreciar ciertos matices del escenario, al ver el perfil de acantilados y edificios desde abajo o acceder a rincones como el salto de agua dulce de Punta Lagno. Por otra parte, los paseos a pie permiten visitar enclaves de gran belleza, como la Baia delle Sirene, la pedregosa cala di Mitigliano o el austero paisaje de la Punta Campanella, ya frente a Capri.

Para llegar a este famoso enclave del golfo de Nápoles, de nuevo toca desandar un trecho hasta Sorrento, de donde zarpan los barcos a Capri, si es que no se ha elegido el trayecto directo desde Nápoles. De Marina Grande parten las excursiones en barco alrededor de la isla, navegando bajo los escarpados farallones o hasta alcanzar la Grotta Azzurra; a esta cueva marina también se puede entrar en un bote y asombrarse ante la intensidad de la luz en el agua.

¡Ciao Capri!
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¡Ciao Capri!

Hoy en día la isla de Capri es sobre todo un destino de lujo, en el que se conservan hoteles legendarios, como el Punta Tragara, y también villas románticas, entre las que destaca la Villa San Michelle en el núcleo de Anacapri. Pero, a pesar de la feroz urbanización y de comodidades como el teleférico, el paisaje de altos peñascos, pinares frondosos y amplios horizontes sigue siendo sobrecogedor. Los paseos, el silencio y los atardeceres que aún ofrece Capri ayudan a entender por qué desde el emperador Tiberio a escritor es como Alberto Moravia, Elsa Morante, Marguerite Yourcenar o Pablo Neruda la eligieron para retirarse por un tiempo. También Curzio Malaparte: su casa en el cabo de Punta Massullo, como una bandera a media asta sobre el mar, parece recordar al viajero que en ningún lugar de esta tierra será del todo extranjero si aprende a amarlo, pues «Nuestra verdadera patria es nuestra piel».