La filósofa francesa Barbara Cassin, que presentó en Buenos Aires un libro sobre la memoria, ponderó el proceso de reconstrucción social que tuvo lugar en Sudáfrica luego del apartheid -al que le dedica un texto en el que explora la tensión entre verdad y justicia- y comparó sus resultados con el juicio a los responsables de la dictadura militar argentina.
Cassin (París, 1947), una de las principales pensadoras francesas contemporáneas, se mueve en una escena heterodoxa que bucea en las raíces de la filosofía antigua para pensar conflictos del mundo contemporáneo: así lo hizo por ejemplo en «Googleame» (2008), un texto que analiza las relaciones entre las corporaciones, los estados y las democracias a la luz de las configuraciones planteadas por el famoso motor de búsqueda fundado en 1998 por Larry Page y Sergey Brin.
Discípula del filósofo alemán Martin Heidegger y en la actualidad directora del Centro León Robin que depende de la Universidad de la Sorbona, esta doctora en Filosofía y Letras ha escrito también textos como «El efecto sofístico» y «Nuestros griegos y sus modernos», en los que trabaja la influencia de la sofística en la historia del pensamiento, el psicoanálisis, la política o la literatura.
Cassin llegó en estos días a Buenos Aires invitada por el Instituto Francés en la Argentina para participar de la presentación del libro «Un pasado criminal» -una colección de ensayos sobre la memoria colectiva- y para disertar en La Noche de la Filosofía, con una ponencia centrada en la traducción, otro de sus focos temáticos. Allí, la filósofa francesa se refirió a su texto «Decir la verdad, producir la reconciliación, fallar en la reparación», incluido en la compilación del politólogo argentino Lucas Martin, que pone en diálogo el proceso que inició en 1995 la sociedad sudafricana para saldar cuentas con el régimen del apartheid con los juicios a las Juntas Militares llevados adelante en la Argentina para juzgar a los responsables de la última dictadura militar.
-El libro «Un pasado criminal» se abre con un ensayo suyo en el que revisa el proceso que llevó adelante el estado sudafricano para dejar atrás los traumas que generó el apartheid ¿Cómo evalúa este proceso que privilegió el esclarecimiento de los crímenes de Estado por sobre el castigo a sus responsables?
– Barbara Cassin: La Comisión para la Verdad y Reconciliación fue un invento extraordinario que llevó adelante el estado sudafricano en un momento particular donde no había vencedores ni vencidos. Esta instancia fue elegida para evitar un tribunal como el de Nuremberg, porque si se hubiese dado un proceso similar al de esa ciudad alemana de seguro hubiera ocurrido un baño de sangre: las fuerzas del orden eran bóers, es decir, pertenecían a un gobierno que nunca había sido elegido por elecciones libres. Si estas fuerzas intuían que iban a ser condenadas, otra clase de proceso hubiera sido imposible. El propósito de la Comisión fue articular la verdad para la reconciliación y recoger los pedidos de amnistía. Para que un acto sea amnistiable se necesitan tres condiciones: que haya sido cometido en un lapso del tiempo definido -el tiempo del apharteid-, que esté ligado a un hecho político y que sea enteramente revelado. Esta última condición fue genial porque obligó a los perpetradores a decir la verdad para ser amnistiados. Si hubiese habido una justicia punitiva, en cambio, estos hombres hubiesen escondido para siempre lo que hicieron. Por otro lado, esta instancia estuvo encadenada con el accionar de la Comisión de Reparación, que decidía en cada caso cómo retribuir la pérdida de un padre, un hijo, etcétera. Ninguna reparación es digna de ese nombre pero hubo una tentativa interesante de hacerle pagar a las empresas y a las instituciones el daño provocado.
-¿Qué relación se puede establecer entre el modelo aplicado en Sudáfrica y los criterios que guiaron el Juicio a las Juntas de la dictadura militar argentina?
– B.C.: Argentina y Sudáfrica afrontaron de manera distinta la relación con su pasado. En definitiva, fueron contextos diferentes los que hicieron optar por modelos distintos, uno con más énfasis en la justicia y el otro en la verdad. En el caso sudafricano, la consigna fue toda la verdad a cambio de la libertad. Se pensó en una justicia transicional antes que en una justicia punitiva. En la Argentina, en cambio, el juzgamiento a los militares que cometieron delitos durante la dictadura se realizó en el marco de un proceso judicial normal. Por lo tanto, los perpretradores de esos crímenes hicieron todo lo posible por ocultar esos crímenes. Como el procedimiento no fue hecho para que la verdad sea dicha sino para impartir justicia, la verdad quedó finalmente relegada. Más tarde se podría haber pensado en castigos más laxos a cambio de un mayor nivel de confesión, pero igual no hubiera tenido el mismo efecto de verdad.
-Usted ha acuñado el concepto de globish, que designa el proceso de homogenización en los usos de los lenguajes nativos producto de su relación con el buscador Google. ¿Cuáles son sus alcances y en qué medida su masificación puede generar a futuro una depredación de las identidades culturales?
– B.C.: El concepto de globish surge en mi libro «Los intraducibles». Lo escribí porque empecé a percibir en Europa la aparición de dos enemigos: por un lado precisamente el globish, es decir, la homogeneización a través de una no lengua, mejor dicho, de una lengua de nadie, que se puede percibir como un producto del capitalismo. Si uno mira sus efectos, el globish sirve para ordenar y producir jerarquías. Creo que no es descabellado pensar en la amenaza de un lenguaje único de la comunicación. Contra ese riesgo, creo que todos deberíamos manejar una segunda lengua además de la materna. El globish es un lenguaje de servicio pero no una lengua para la transmisión de una cultura. Está basado en el inglés pero no debe confundirse con él. El segundo peligro que detecto es el del nacionalismo ontológico. A la manera de Heidegger, el peligro de arraigar una lengua a una nación, a una raza. Hay que erradicar la tendencia a creer que hay lenguas mejores que otras, más aptas para decir el ser. Esto se entronca con lo que decía antes: la lengua no es solo un medio de comunicación. Produce cultura. Por eso creo que es necesario complejizar la relación entre lengua y nación. Y eso no se logra ni con el globish ni con el arraigo en una lengua.
-¿Por qué a diferencia del mito babélico de la disparidad de lenguas como disparador para la incomunicación usted cree que merece reinvidicarse la diversidad de idiomas y dialectos?
– B.C.: Se necesita de la diversidad de lenguas, como parte de la diversidad de los ciudadanos. Las palabras tienen historias que nos permiten una mejor comprensión de lo que significan y cómo podemos utilizarlas. Cada palabra es el resultado de una historia y una serie de representaciones, pero solo adquiere su significado, que designa una cosa y no otra, en su diferencia con otras palabras de la misma lengua.