Hay formas de ser que aumentan o disminuyen la probabilidad de sufrir algunas enfermedades, pero el origen o la curación de la mayoría no está en la mente.
El líder sudafricano Nelson Mandela permaneció en prisión veintisiete años en condiciones muy crueles. Solo podía recibir una visita y una carta cada seis meses, estaba obligado a picar piedra en una cantera de sal durante penosas jornadas de trabajo y, como preso político, tenía menos derechos que los comunes. Sin embargo, en su autobiografía El largo camino hacia la libertad confesaba: «La cárcel fue mi universidad».
Como activista contra el apartheid sabía que tenía que mantener la salud física y mental para continuar su tarea. Y así lo hizo. Se licenció en Derecho con el programa a distancia de la Universidad de Londres y practicó boxeo todos los días. Sobre este deporte afirmaba que no era su violencia lo que le gustaba, sino su ciencia: «Me intrigaba cómo se mueve el cuerpo para protegerse a sí mismo, la estrategia que se utiliza para atacar y retirarse y cómo maneja uno su propio ritmo». Gracias a este autocuidado, Mandela salió con fuerza de prisión, llegó a ser presidente de su país y en 1993 recibió el Premio Nobel de la Paz.
Hay personas que conservan su fortaleza en circunstancias duras y otras cuya salud empeora aunque todo parezca estar a su favor. De hecho, el vínculo entre nuestra forma de ser y los achaques que sufrimos se sospecha desde la Antigüedad. El griego Hipócrates y el romano Galeno dividieron a los seres humanos en cuatro tipos psicológicos, cada uno de ellos vulnerable a determinados problemas. Los coléricos, por ejemplo, aúnan, según la medicina antigua, su tendencia a ser autosuficientes y ambiciosos con la propensión a no cuidarse, a padecer problemas cardiacos y a engordar y adelgazar con facilidad.
Dos mil años después de estos intentos pioneros de investigación, la ciencia intenta sistematizar la relación entre el temperamento y el manejo de la salud. Los científicos buscan correlaciones entre rasgos de personalidad y tipos de enfermedad, y elaboran hipótesis para dilucidar si estas asociaciones se deben a una base bioquímica común o a que uno de los factores sea causa del otro. ¿Hay dolencias físicas que nos llevan a comportarnos de una determinada manera? ¿Existen formas de ser que incrementan o reducen nuestro riesgo de padecer una dolencia concreta?
Janice Williams, de la Universidad de Carolina del Norte, realizó un estudio sobre el papel que jugaba la propensión a la ira en la salud. Siguió durante cinco años a un numeroso grupo de personas y encontró que los que se mostraban más irritables, cínicos y hostiles registraban mayor propensión a sufrir accidentes cardiovasculares.
La primera hipótesis que emitieron los investigadores era que la personalidad influía en los hábitos cotidianos. El consumo de tabaco, alcohol y otras drogas era más habitual entre las personas más impulsivas y agresivas. Pero, profundizando en los datos, llegaron a la conclusión de que la conexión bienestar-carácter entraña mayor complejidad; entre personas en las que los malos hábitos estaban igualados, llamaba la atención la mala salud que presentaban los coléricos.
Otra docente, la profesora de la Universidad de Harvard Laura Kubzansky, ha realizado numerosas investigaciones sobre la tendencia al optimismo o al pesimismo y su relación con enfermedades físicas. Su conclusión: la negatividad es mala para la salud. Los datos de sus trabajos muestran que cuando se sigue a colectivos de personas durante décadas, las que perciben el futuro en tonos grises tienen una salud más vulnerable. El número de infartos o de problemas gástricos se duplica entre estos individuos, aunque el resto de factores de riesgo –hábitos de vida, genética…– sea similar al del resto.
En todos estos trabajos es habitual que aparezca el sistema cardiovascular. De hecho, el estudio pionero fue realizado por dos cardiólogos estadounidenses. A finales de los años cincuenta, Meyer Friedman y Ray H. Rosenman intuyeron que podía existir una conexión entre el riesgo cardiaco y determinados comportamientos. Veían un patrón común en las personas más propensas al infarto: eran individuos estresados e impacientes, obsesionados por no perder ni un minuto de tiempo y por llevar a cabo cualquier actividad –comer, moverse– de forma rápida. La prisa se mostraba incluso en la manera de hablar: explosiva. También eran competitivos siempre, aunque sus rivales en un juego fueran niños o amigos.
Los médicos denominaron a este conjunto de rasgos patrón de personalidad tipo A. La base bioquímica de este temperamento, según Friedman y Rosenman, es muy clara y se manifiesta incluso en tics externos que realizan para liberarse de la tensión: pestañean o mueven los ojos rápidamente cuando hablan, tamborilean con los dedos o mueven las rodillas. Por otra parte, no pueden disimular su enojo si las cosas no salen a la primera; incluso emiten señales de ira cuando relatan sucesos que les provocan indignación.
¿Por qué este tipo de personas tiene más riesgo cardiaco? Nuevamente, surgen varias hipótesis para explicarlo. El neurólogo de la Universidad Duke (EE. UU.) Redford Williams unifica en sus teorías dos de las posibilidades. En su opinión, los individuos de tipo A son más propensos a un ataque por culpa de sus rutinas: fuman más que el resto, duermen menos, toman más bebidas con cafeína y comen de forma menos saludable. Es decir, acumulan números para la rifa.
Pero, además, la base bioquímica del temperamento de tipo A aumenta la propensión a ciertas enfermedades. Quienes presentan este perfil, afirma Williams, están constantemente secretando una gran cantidad de hormonas del estrés, como el cortisol, y su presión arterial y número de pulsaciones sube a menudo, lo cual los hace más vulnerables a accidentes cardiovasculares.
A partir del ejemplo del corazón ha tratado de explicarse por qué existen asociaciones entre lo psicológico y el cuidado de la salud. Una de las hipótesis propone que la personalidad es un factor determinante del que depende si un individuo cae en ciertas conductas de riesgo o tiene hábitos sanos. Por ejemplo: nuestro temperamento es un elemento que define si hacemos más o menos ejercicio, si nos alimentamos bien o cometemos excesos continuos o si arriesgamos nuestra vida en el trabajo o el ocio.
¿Por qué algunas personas se colocan en el filo de la navaja? Responde a un fenómeno cognitivo que el psicólogo Neil Weinstein, de la Universidad Rutgers, en EE. UU., denominó ilusión de invulnerabilidad. Los sujetos con este sesgo arriesgan su salud continuamente por un optimismo irracional. A pesar de estar informados de los peligros de su conducta –es aplicable al tabaquismo, el sobrepeso o las toxicomanías–, siguen actuando igual, porque creen que ellos están a salvo de la estadística general. No solo eso, también dejan, por falta de motivación, de cuidarse, ya que consideran que ellos no lo necesitan.
Hay investigaciones que se adentran en este aspecto, como un estudio sobre la percepción de riesgo de contraer el VIH realizado por los profesores de la Universidad Rey Juan Carlos, de Madrid, Carolina Rojas-Murcia, Yolanda Pastor y Jesús Esteban-Hernández. Su conclusión es que, a pesar de las campañas de prevención, muchos jóvenes practican sexo sin preservativo, porque su personalidad les hace creer esto: «A mí no me va a pasar».
Investigaciones como esta nos muestran la importancia de tener en cuenta los factores psicológicos a la hora de prevenir y curar los problemas de salud. No obstante, existe un peligro: la correlación entre personalidad tipo A y la probabilidad de un infarto ha hecho que muchos investigadores quieran extrapolar estas hipótesis psicologicistas a otras enfermedades en las que el factor mental es mucho menos decisivo.
El ejemplo más estudiado ha sido el cáncer. Numerosos científicos han intentado investigar si la posibilidad de contraer esta enfermedad o el índice de supervivencia estaban asociados a algún carácter concreto. Pero, a pesar de que se ha intentado definir un patrón, no hay hasta ahora datos consistentes que avalen la relación. Es lo que encontraron, por ejemplo, las profesoras Andrea Canada y Nancy Fawzy, según reflejaron en un artículo en el Journal of Psychosomatic Research. Muchos estudios extraen factores psicológicos que favorecen un mejor curso de la enfermedad, pero otros llegan a la conclusión de que esos mismos rasgos aumentan el riesgo de mortalidad y las tasas de recurrencia.
Aunque la personalidad del individuo sea, en ocasiones, una de las variables influyentes para saber cómo será su salud, no podemos simplificar esa relación como hacen sin pudor ciertos seudocientíficos.
Eso no evita que abunden libros de autoayuda en los que se presiona a los pacientes para que tengan una actitud positiva, insinuando que será decisiva para vencer su enfermedad. Ofrecen ejemplos de finales milagrosos que el lector pocas veces puede comprobar. La modelo venezolana Eva Ekvall representa una muestra trágica de esta seudociencia: fue diagnosticada de cáncer de mama en 2010 y publicó una obra en la que contaba su lucha y supuesta curación. Falleció al año siguiente, pero el libro siguió vendiéndose como un modelo de fortaleza y victoria contra el cáncer.
Aunque la personalidad del individuo sea, en ocasiones, una de las variables influyentes para saber cómo será su salud, no podemos simplificar esa relación como hacen sin pudor ciertos seudocientíficos. Existen enfermedades tan determinadas por cuestiones físicas –ADN, virus, bacterias– que el papel que juega el carácter es mínimo. E incluso en aquellas en que parece probado un cierto influjo, la relación se produce de una manera muy compleja.
La escritora Susan Sontag contó en el libro La enfermedad y sus metáforas el sufrimiento psicológico que le produjeron las teorías simplistas que interpretan lo mental como un superpoder capaz de controlar todo. Basándose en datos no científicos y fuera de contexto, muchos escritos de autoayuda han popularizado la idea de que las enfermedades no son más que una manifestación de los problemas del espíritu. No es nuevo: hace décadas ya se habló de la tuberculosis como una secuela de la personalidad romántica o se relacionó la sífilis con la falta de autocontrol.
Hoy en día, el cáncer que la escritora padeció ha acabado asociado en estos círculos a la excesiva culpabilidad de las personas. En mucha seudociencia se insinúa que hay una conexión entre las personalidades menos asertivas –más tendentes a negar sus necesidades y a sentirse responsables de todo lo que sucede– y la enfermedad. Sontag recuerda el riesgo de esta brutal sacralización de lo mental: si creemos que lo psíquico puede controlarlo todo, nos sentiremos frustrados y desbordados continuamente, porque chocaremos con circunstancias contra las cuales lo psicológico no tiene nada que hacer.
Cultivar, como Mandela, la voluntad y la fortaleza es más que recomendable, pero pensar que todo depende de nuestra personalidad resulta insensato. Al igual que Sontag, muchas personas sufren cuando los que les rodean insinúan que su carácter les provoca o agrava una dolencia.
Creer que el espíritu domina por completo el mundo supone una pérdida de tiempo, ya que la influencia de lo psíquico sobre lo físico es difusa y difícil de controlar. Tenemos que cuidar el cuerpo porque es el lugar donde vive la mente, pero debemos aceptar ese porcentaje de contingencia y azar que tanto le cuesta sobrellevar al hombre del siglo XXI.