La brutalidad de la violencia sexual sufrida durante una década por Gisèle Pelicot ha generado un rotundo rechazo social. Sin embargo, su valiente petición de que la vergüenza cambie de bando, de víctimas a agresores, dista mucho de ser una realidad en una sociedad en la que las agresiones sexuales son cotidianas y las mujeres, desacreditadas.
Fueron al menos diez los años durante los que el marido de Gisèle la drogó por las noches y ofreció su cuerpo a otros hombres en internet, que concertaban visitas al domicilio conyugal para violar a la mujer. Más de medio centenar de agresores están imputados, incluido el marido, que grababa y almacenaba las agresiones en su ordenador y al que Gisèle creía “un tipo genial”.
La vergüenza: ¿de víctimas a maltratadores?
Después de conocer la violencia sufrida, y convencida por su hija, Pelicot ha pedido que las vistas del juicio sean públicas, ha mostrado su rostro y ha solicitado a través de su abogado que su caso sirva para que la vergüenza cambie de bando: de las víctimas a los agresores.
La vergüenza, el silencio, el cuestionamiento y el descrédito han sido elementos que han ahondado históricamente en la revictimización de quienes sufren violencias sexuales, de modo que ¿la condena que pide Pelicot puede prender y extenderse a todos los casos?
La directora de la Fundación Mujeres, Marisa Soleto, explica a EFE que la sociedad sólo reflexiona cuando se produce un hecho de extraordinaria gravedad.
“Las estadísticas arrojan una cifra de violencia contra las mujeres en la sociedad europea que puede alcanzar al 40 % de la población femenina. Parece que necesitamos hechos de extraordinaria gravedad para avergonzarnos de lo que es un hecho cotidiano para millones de mujeres en Europa”, sostiene.
“Lo que debería escandalizarnos es la habitualidad”
“Lo que debería escandalizarnos es la habitualidad y la frecuencia; mientras tengamos esta habitualidad y esta frecuencia, no estamos a salvo de que de tanto en cuanto se produzca un hecho fatal (…) No parece que la sociedad esté en el punto de reaccionar de la manera adecuada”, continúa.
La portavoz de la Federación de Mujeres Progresistas Blanca Esther Aranda incide en que “estamos en una cultura patriarcal que sigue tratando a las mujeres como mentirosas e histéricas y en la que los hombres no han desaprendido su complicidad con la cultura de la violación”.
Además, esta “sociedad machista considera a la mujer como menos válida y su palabra vale menos”.
En este sentido, la abogada experta en defensa de víctimas de delitos sexuales Nahxeli Beas señala que la sociedad continúa culpabilizando a las supervivientes (“algo habrá hecho esa mujer para desencadenar la violencia recibida”), poniendo el foco en la víctima y pensando que sólo determinadas mujeres pueden sufrir esta violencia, “cuando está más que demostrado que atraviesan todos los estamentos sociales”.
Esta realidad se agrava cuando la víctima no muestra el comportamiento que la sociedad considera intachable. En el caso de que sea concebida como una víctima perfecta, se vuelca sobre ella “conmiseración”, fragilidad y se la infantiliza.
Sociedad cómplice
Ese castigo redunda en su vergüenza, algo que a su vez tiene un impacto directo en su silenciamiento. Así pues, la sociedad es cómplice de los agresores, subraya la abogada, que recuerda que una de cada cuatro niñas sufre abuso sexual en la infancia: “Pasa en nuestras familias y hay que poder mirarlo a los ojos”.
“Como sociedad tenemos una responsabilidad: siempre pensamos que los responsables son los agresores, cuando no pensamos que son las mujeres o el alcohol, y tenemos que pensar que todos tenemos una relación con estas violencias”, asevera Beas.
“Cuántas veces no tengo yo a una usuaria en la Asociación de asistencia a mujeres agredidas sexualmente (AADAS) que viene a relatarme unos hechos y me dice que algún amigo, vecino o compañero de trabajo no quieren declarar porque no quieren problemas. Hasta ese nivel llega la falta de implicación social”, narra la experta.
Desde la Asociación de Mujeres Juristas Themis, su vicepresidenta Pino de la Nuez afirma que la negación de la violencia sexual existe en la sociedad, así como la intencionalidad de ocultar y no visibilizar estas situaciones.
Ni monstruos ni enfermos
A juicio de Soleto, tratar el caso de Francia como un hecho extraordinario dificulta que se puedan tomar medidas de cambio social y cultural para erradicar el problema real, que es que “abusar sexualmente de las mujeres está implantado en la cultura de tal manera que hay ciertas personas a las que les puede parecer normal”.
Aranda indica que no se asume que los agresores son hombres normales, no monstruos: “Son hombres que tienen normalizados comportamientos absolutamente deleznables. Se busca explicación a algo excepcional cuando desgraciadamente los datos dicen que la violencia sexual es continua y devastadora”, afirma.
Y por ello, “los hombres debe romper el silencio” y “denunciar los comportamientos violentos de otros hombres”.
La abogada de AADAS denuncia que sigue vigente el estereotipo de la monstruosidad, “cuando hace mucho tiempo que se ha demostrado que las violencias sexuales no están asociadas a ninguna patología”. “Hay que analizar por qué seguimos construyendo una masculinidad en la que la violencia sexual es necesaria”, reflexiona.
Casos extremos como el de Francia, apunta Beas, alejan de señalar la violencia sexual como estructural, cotidiana y transversal a la vida de las mujeres, de poner en jaque las estructuras del patriarcado.
La valentía de Gisèle
Las expertas reconocen la valentía de la víctima francesa. Aranda cree que su frase de que la vergüenza cambie de bando será “historia del feminismo” y Soleto ensalza su voluntad de ser solidaria con todas las víctimas que sienten la vergüenza y no se atreven a denunciar.
Ahora bien, insisten en que no se puede exigir a las supervivientes ni un comportamiento heroico ni que recaiga sobre sus espaldas que la vergüenza vire de bando hacia los agresores. Es algo que debe lograr la sociedad.
“Tenemos que dejar de poner el peso sobre las mujeres”, concluye Beas.