Edgardo Moreira es el absorbente protagonista de «El padre», de August Strindberg, con adaptación y dirección de Marcelo Velázquez, quien al frente de un poderoso elenco recrea un conflicto de fines del siglo XIX que tiene fuertes repercusiones con la actualidad, y se representa en La Carpintería, Jean Jaurés 858, los miércoles a las 20.30.
Es un drama sobre la sociedad sueca en la que Moreira es un ex capitán del ejército, en la actualidad dedicado a la investigación científica, casado con una mujer de su clase (Marcela Ferradás) y padre de una joven (Denise Gómez Rivero), mientras por allí andan una nodriza (Ana María Castel), un médico de familia (Enrique Dumont), un cuñado y pastor protestante (Luis Gasloli) y un ayudante de cámara del militar (Santiago Molina Cueli).
Velázquez hace un recorte funcional de los tres actos originales y si bien no ubica geográficamente la acción en una vivienda rural en la inmediaciones de Estocolmo -se habla de «la ciudad»- mantiene a los siete personajes y los dota de un lenguaje actual y con pequeñas irreverencias: la inclusión de un parlamento de Shylock en «El mercader de Venecia», una alusión a Caperucita Roja, un poema de Gustavo Adolfo Bécquer, pero no hace «su» versión como está en boga, cuando ciertos directores desplazan al autor clásico y creen superarlo.
El conflicto principal se establece entre el Capitán y su mujer, en apariencia por la educación de la única hija -él aboga por enviarla a casa de unos conocidos en un centro urbano para que estudie alguna carrera; ella prefiere que se quede en casa- y de ese diferendo, en el que la chica tiene poco margen de opinión, se desprenden otras cosas.
Entre ellas, que la esposa piensa que su marido está volviéndose loco, le intercepta las cartas que él envía a los libreros para conseguir material para sus investigaciones e intenta conseguir el acuerdo del médico para declararlo insano y poder disponer del manejo económico de la casa, algo que entonces la ley vedaba a las mujeres, dentro de un tejido dramático magistral que Velázquez no traiciona.
Es cierto, Strindberg fue acusado de misógino por varias de sus obras -no lo era mucho más que la idiosincrasia general de su época- pero no se puede negar su capacidad para describir ese ambiente neurótico en el que la pugna por el poder en esa familia cercada por las creencias religiosas enfrentadas a la razón produce un infierno sartreano antes de tiempo.
También hay que tener en cuenta la situación de esas mujeres invalidadas como ciudadanas y condenadas al resentimiento personal -la esposa-, a la actitud maternal y contempladora de la nodriza y la inevitable invalidez social de la hija, que en este caso felizmente no está destinada a un matrimonio por conveniencia.
Finalmente el hombre se recibe de loco por presión familiar y quizá por angustia existencial, echando por tierra sus trabajos científicos y obsesionándose por la filiación de su hija: no hay quien le quite de la mente que es el fruto de un engaño de su mujer ya que como en ciertas religiones sólo la maternidad sigue la línea de sangre y lo demás es incomprobable, ya que faltaba algo así como un siglo para conocer el ADN.
El gran acierto de la puesta -que cuenta con un inteligente dispositivo escénico de Ariel Vaccaro que aúna un par de pasarelas con el escritorio del Capitán- es la creación de un clima que pocas veces se da en el teatro: aparte de la presencia escénica de Moreira y el gran aporte de la talentosa Ferradás como esa mujer de controladas pasiones interiores, es conmovedor el trabajo de Castel y correctísimo el de Dumont -hijo del gran Ulises- y hasta los episódicos Gómez Rivero, Gasloli y Molina Cueli llegan al espectador con una verosimilitud poco común.