Hoy se cumplen tres años de la muerte del odontólogo Ricardo Barreda, el femicida que en noviembre de 1992 mató a escopetazos a su esposa, su suegra y dos hijas en una casona del centro de La Plata, hecho por el que en 1995 fue condenado a reclusión perpetua y en 2008 recuperó la libertad, volvió a estar en pareja y finalmente murió a los 84 años, solo y enfermo.
El 15 de noviembre de 1992, Barreda pasó a formar parte de la lista de los criminales más sangrientos de la historia argentina, cuando asesinó a su esposa Gladys McDonald (57), a su suegra Elena Arreche (86) y a sus dos hijas Adriana (24) y Cecilia (26) en su casona ubicada en las calles 48 entre 11 y 12 de la capital bonaerense.
Si bien el odontólogo primero negó la acusación del cuádruple asesinato e intentó hacer pasar el hecho como la consecuencia de un robo a su casa, finalmente confesó que las atacó con una escopeta Víctor Sarrasqueta, calibre 16,5 debido a «los maltratos que recibía de todas ellas», a que padecía de humillaciones constantes y a que le decían «conchita» y, en 1994, fue condenado a prisión perpetua.
Durante el juicio se supo que tras el cuádruple femicidio, el asesino se subió a su Ford Falcon verde, descartó el arma en Punta Lara, Ensenada, y fue a ver elefantes y jirafas al zoológico de La Plata porque ello «lo relajaba».
Luego, Barreda visitó la tumba de sus padres; tras lo cual se encontró con su amante, Hilda, cenó con ella en una pizzería y fueron a un hotel alojamiento.
Miguel Maldonado, el perito forense que examinó a Barreda 48 horas después del crimen y siguió el caso hasta el juicio oral, dijo a Télam que para él «Barreda no estaba loco, pero tenía un tornillo desviado que le impedían comprender y dirigir sus acciones» y rememoró que «la Justicia, en votación dividida, lo consideró imputable».
«Yo era partidario de mandarlo a un hospital psiquiátrico de alta seguridad, donde se le pudiera tratar ese delirio psicótico de reivindicación que tenía y del que no hubiera salido nunca. Pero dos de los jueces consideraron que no era inimputable y le dieron perpetua, que son 25 años y, si te portas bien, 12», señaló.
«Fue a una cárcel común, donde terminó siendo un ‘héroe’, un tipo respetado y se congració con sus compañeros. Después salió y siguió haciendo macanas porque tenía fobia a las damas. En cuanto enganchó una nueva pareja, la maltrató y humilló. Creyeron que se había corregido, pero no. No aprendió nada en el tiempo en que estuvo preso», describió.
Es que, mientras el múltiple asesino purgaba su pena en la Unidad Penal 9 de La Plata, comenzó una relación con Berta «Pochi» André, la mujer que lo conoció cuando visitaba a un amigo preso. En mayo de 2008, cuando el femicida fue beneficiado con un arresto domiciliario, se fue vivir al departamento de Belgrano de su pareja, quien murió en julio de 2015 como consecuencia del deterioro de su salud a raíz de graves problemas neurológicos.
Maldonado expresó que en todos esos años, «Barreda maltrató a Berta, la mujer que le dio una oportunidad que no merecía. Lo cuidó, le dio todo, pero él la maltrataba. Le decía ‘Chochan’, ignorante y la subestimaba» y sumó: «Yo lo conocí, sé que nunca se arrepintió de matar a las mujeres de su familia. El pensaba que había hecho justicia. Estaba perturbado mentalmente. Murió solo, ni una persona fue a su entierro».
En diciembre de 2015, el dentista recibió la libertad condicional, mientras que en mayo de 2016 se declaró «extinguida la pena» y se hicieron «cesar las accesorias legales impuestas». A partir de esta resolución, Barreda quedó en plena libertad y ya no tuvo que ser controlado por la Justicia.
Pero poco después se presentó solo en un hospital de la localidad de General Pacheco -con una identidad falsa y visiblemente desmejorado- donde permaneció internado durante 457 días debido a un cuadro de salud mental, según dijeron entonces los médicos que lo asistieron.
Durante su internación, tuvo problemas con algunas enfermeras, que denunciaron que las maltrataba.
En julio de 2017 salió del centro asistencial y fue enviado a una pensión de General Pacheco, tras lo cual se mudó a San Martín, donde estuvo alojado varios meses en el Hospital Eva Perón.
Pablo Martí, quien prepara un libro sobre el femicida que saldrá a la venta en octubre próximo, contó a esta agencia que en ese sitio conoció a Barreda en 2019 porque le interesó contar su historia y «él, de a poco fue tomando confianza conmigo y acepto hablar».
«Él estaba muy solo. Yo iba todos los jueves a verlo y charlábamos. Me dijo que estaba arrepentido, planteaba que el día del crimen se le ‘saltó la cadena’ y aseguraba que no fue planificado, pero para mí -y para la Justicia- no fue así», describió el biógrafo y añadió que «le pregunté por qué no se separó, en vez de hacer lo que hizo, y creo que ni él ni su mujer quería perder la casa de la calle 48».
Finalmente, el 10 de marzo de 2020 -pocos días antes de que Alberto Fernández decretara el aislamiento social, preventivo y obligatorio en medio de la pandemia- Barreda quedó internado en el geriátrico «Del Rosario», de José C. Paz, hasta que el 25 de mayo murió a los 84 años de un paro cardíaco.
«Yo era la única persona que lo iba a visitar y fui la última persona en verlo. En sus últimos tiempos, se mostraba como un viejito arrepentido. Pero debemos pensar que estaba solo porque asesinó a toda la familia. Tenía demencia senil y problemas de próstata, estaba desnutrido y le costaba comer», especificó Martí a quien el homicida pidió, como última voluntad, que su cuerpo fuera cremado y que sus cenizas fueran esparcidas en la cancha de Estudiantes de La Plata, en 1 y 57, deseo que el club rechazó.
«A su entierro no fue nadie. No lo cremaron y lo enterraron en el cementerio público de José C. Paz», manifestó el escritor.
En los años 90, el tratamiento de los medios sobre el caso de Barreda estuvo atravesado por las perspectivas machistas de la época: se humanizó y victimizó al cuádruple homicida, al tiempo en que se invisibilizó a Gladys, Cecilia, Adriana y Elena, las mujeres asesinadas.
Los discursos imperantes en aquel entonces opacaron la monstruosidad de los femicidios y lo erigieron en una suerte de héroe de la cultura popular patriarcal, del varón disciplinador que había ejercido «justicia» frente a presuntos maltratos y humillaciones infligidas por las mujeres de su familia.
Con el tiempo, prevaleció la condena social por su violento accionar y el rechazo fue tal que el femicida terminó sus días en abandono y absoluta soledad.